En la foto: Javier Durán.
El periodista Javier Durán recuerda para esta página web el acto que protagonizó Juan Negrín Jr. en 1987 en la entonces plaza de la Victoria de Las Palmas de Gran Canaria, un episodio que él vivió como joven redactor. Como otros periodistas canarios, Durán ha escrito decenas de informaciones durante los últimos años sobre el trabajo de la Fundación Juan Negrín.
Bajo el sol del verano que nunca se acaba, Juan Negrín Jr., nombre por el que se conocía al neurocirujano Juan Heriberto Negrín Fidelman, descendió del taxi con paso elegante, vestido con un terno oscuro y una camisa de blanco impoluto. Algunos curiosos se acercaron aquel domingo 15 de febrero de 1987 hasta la Plaza de la Victoria, en Las Palmas de Gran Canaria, para saber qué iba a decir el hijo mayor de Juan Negrín López, último presidente del Gobierno de la II República, que recién llegado de Nueva York había convocado en el céntrico lugar una manifestación para exigir el desalojo de las viviendas y comercios de la avenida Mesa y López. Tras la muerte de Franco, la reclamación de los herederos (Rómulo y Miguel, además de Juan) del científico socialista había comenzado a dejarse oír en algunos despachos de la Transición: exigían una compensación económica por la incautación durante el franquismo de los terrenos adquiridos por su abuelo, Juan Negrín Cabrera, un importante hombre de negocios que compró miles y miles de metros cuadrados de Los Arenales, llamados así por sus solitarias montañas de dunas. Con el paso de los años y el urbanismo especulativo, el paisaje árido se había convertido en una próspera arteria comercial y residencial con un epicentro que venía a representar el veloz desarrollismo del ensanche de la capital: la Plaza de la Victoria, rebautizada como de España con la democracia, y presidida por un conjunto escultórico de Montull.
El limpiabotas dejó por un momento sus betunes y trapos. Quería saludar al hijo de Negrín. Los clientes de las terrazas se quedaron con las tazas a medio camino, entre el pecho y la boca, al escuchar que un señor de estatura llamativa, de perfil extranjero, se encontraba allí para advertir que utilizaría guardias de seguridad privada para desalojar los inmuebles. “Hemos sido objeto de burla y mofa de los expoliadores, usurpadores, sus cómplices, encubridores y beneficiarios de ayer y hoy”, clamaba Juan Negrín Jr. en medio de un corrillo. No llevaba megáfono. Un pequeño grupo de socialistas, fieles negrinistas, escoltaban al doctor, que pedía apoyos, firmas, para que su reclamación llegase a buen puerto. José Medina Jiménez, ahora presidente de la Fundación Negrín, en 1987 consejero de Obras Públicas del Gobierno de Canarias y desde hacía años amigo personal del convocante, se mostraba comprensivo con las reacciones de estupefacción: “Piensa con mentalidad norteamericana, cuesta entenderlo”.
A finales de los noventa, el periódico La Provincia no salía a la calle los lunes; la jornada laboral de los domingos no existía para el rotativo. Yo hacía pocos meses que me había incorporado a una redacción en la que aun estaban las máquinas de escribir, aunque también había una especie de avanzadilla de los futuros ordenadores, unas pantallas con letras verde fosforito . En la cafetería todavía se servía alcohol. La aparición del contencioso Negrín en plena Transición, con Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, ya era un asunto que alcanzaba mucho eco informativo. Alfonso O’shanahan, subdirector y maestro para los redactores principiantes, fue uno de los primeros en sacar a la luz la reclamación del primogénito del estadista. Intrigado por el hecho histórico y por el cariz oscuro de la circunstancia, di un paso adelante y me ofrecí voluntario para estar el domingo soleado de 1987 en la Plaza de la Victoria, y hacer una crónica de lo que allí iba a suceder.
Juan Negrín Jr. estaba muy enfadado. No se cumplía lo pactado con la UCD, el pago de una indemnización por las anomalías que afectaron al patrimonio acumulado por su abuelo en aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas, en definitiva, cambios de mojones, expedientes de dominio, destrucción de hojas registrales y contubernios entre la Abogacía del Estado, notarios y poderosas familias beneficiadas al socaire de la dictadura. En el contexto del ajetreo de un día de playa y de una mañana sin prisas, despoblada de tráfico, la reclamación no pasaba desapercibida. Pero lo mismo hubiese sucedido con cualquier otra; sin embargo, la del doctor Negrín tenía algo diferente: la gente preguntaba qué ocurría, y tras escuchar la respuesta quedaban en silencio, sumidos en una especie de esfuerzo dirigido a remover montañas de olvidos. “¿El hijo de Negrín?” “¿Y viene a pedir sus propiedades?”. A la mayoría no le pasaba por la cabeza que el orden que tenían a su alrededor, los flamantes edificios de las eclosión económica, pudiese ser perturbado por algo que formaba parte de un secreto que nadie se atrevía a romper. El convocante pide firmas de apoyo y líderes que le ayuden en la compleja operación. Ofrece que las casas puedan ser ocupadas por familias necesitadas.
Tendrían que pasar ocho años. Pero la espesa niebla sobre las maquinaciones ocurridas tras el secuestro en Las Palmas de Gran Canaria en 1936 del patriarca, del propietario de los terrenos, siguen ahí, hundidas entre capas y capas. ¿Qué sucedió en la retaguardia? ¿Cómo fue la mecánica? ¿Los nombres propios? ¿Qué alianzas se cerraron? ¿Qué tuvo que aceptar el viejo Juan Negrín Cabrera, rehén exquisito de los sublevados? En 1995, el Real Decreto 1432 reconoce la indignación del nieto, la misma que le llevó a coger un avión desde Nueva York y plantarse en la Plaza de la Victoria. A propuesta del ministro socialista Juan Alberto Belloch, los herederos Juan, Miguel y Rómulo reciben 287 millones de pesetas como indemnización, y a cambio de renunciar a cualquier litigio futuro sobre las propiedades de la familia que se evaporaron bajo el contubernio franquista. Los viandantes que bajan a la calle Fernando Guanarteme para luego alcanzar la playa siguen sin entender qué reclama el hijo del presidente del Gobierno republicano.
Un hombre explica al doctor cómo eran Los Arenales, cuáles eran sus límites y cómo todo acabó por llenarse de edificios de la noche a la mañana. A su oído llegan nombres y más nombres. Se permite el lujo de pensar durante un breve instante sobre la visión que tuvo su abuelo para hacerse con tantas y tantas montañas de arena que serían, finalmente, hueco y espacio para el crecimiento de la ciudad. Acaba de rechazar que se erija en la capital un monumento en homenaje a su padre. Todavía con la Plaza semiparalizada aparece un enigmático sujeto: saca varios rollos de planos y los desenvuelve sobre una mesa para explicar dónde estaban las fronteras. Maneja mucha información. Se identifica como antiguo agente inmobiliario. ¿Para quién trabajo? Nadie lo sabe ni él lo aclara. Todas las ciudades tienen sus misterios. La gente se aleja con el pensamiento, incómodo, de si un día cualquiera pueden venir o no unos agentes uniformados con órdenes de desahucio. El taxi arranca con Juan Negrín Jr. en su interior. ¿Había sido verdad?