En el siglo XIX la ciencia en España se enfrentó a dos grandes obstáculos: la férrea oposición de los sectores ultramontanos del catolicismo español y la escasez de recursos. Ambos factores dificultaron extraordinariamente los proyectos de renovación del sistema universitario y la introducción de la ciencia moderna.
La defensa del darwinismo por Augusto González Linares y Laureano Calderón, catedráticos de la Universidad de Santiago, fue el detonante de la segunda cuestión universitaria tras la restauración de la dinastía borbónica. El marqués de Orovio, nuevamente ministro de Fomento, publicó la conocida como «circular de Orovio», de 26 de febrero de 1875, en la que reiteraba los planteamientos que desembocaron en la primera cuestión universitaria: “En el orden moral y religioso, invocando la libertad más absoluta, se ha venido a tiranizar a la inmensa mayoría del pueblo español […]cuando la mayoría y casi la totalidad de los españoles es católica y el Estado es católico, la enseñanza oficial debe obedecer a este principio […] El Gobierno no puede consentir que en las cátedras sostenidas por el Estado se explique contra un dogma que es la verdad social de nuestra patria”.
La circular fue contestada a través de una «Exposición colectiva», redactada por Gumersindo Azcárate, dirigida al ministro de Fomento en marzo de 1875: “Los exponentes […] no pueden aceptar la censura […] ni renunciar a la independencia con que hasta el presente han venido investigando y enseñando la verdad”.
Laureano Calderón Arana y Agustín González de Linares fueron expedientados por el rector de Santiago y separados de sus cátedras el 12 de abril de 1875. El movimiento de solidaridad llevó a Francisco Giner de los Ríos a la cárcel; Emilio Castelar, Laureano Figueroa, Eugenio Montero Ríos, entre otros, renunciaron a sus cátedras. Tras ser puesto en libertad, Giner de los Ríos fundó en Madrid la Institución Libre de Enseñanza el 10 de marzo de 1876. Dos años después en Barcelona se creó la Academia y Laboratorio de Ciencias Médicas de Cataluña, bajo la dirección de Salvador Cardenal, Bartolomé Robert, Pedro Esquerdo, Miguel Fargas, Ramón Turró, José Antonio Barraquer y Ricardo Botey, quienes impulsaron en 1907 la creación del Institut d’Estudis Catalans.
En los años ochenta del siglo XIX, las posiciones más intransigentes del catolicismo español frente al darwinismo tuvieron que batirse en retirada, por la aceptación generalizada de las tesis evolucionistas entre los naturalistas europeos. En España las posturas antidarwinistas encontraron cada vez mayores dificultades en la comunidad científica, ante la llegada de nuevas generaciones de científicos naturales y médicos a las cátedras universitarias partidarios del evolucionismo y de la ciencia moderna, como Luis Simarro, Carlos Cortezo, José Ustariz, Odón de Buen, Salvador Calderón, Blas Lázaro Ibiza, Ignacio Bolívar, Laureano Calderón, José María Castellarnau, José Rodríguez Carracido, Francisco María Tubigo, Manuel Sales Ferré o Santiago Ramón y Cajal entre otros.
El avance de la ciencia moderna
La trascendencia de la Institución Libre de Enseñanza –ILE- rebasó los límites de su actividad educativa, al convertirse en la depositaria de la defensa de la libertad de cátedra, del estado laico y de la neutralidad religiosa en la enseñanza. Salmerón denunció «la funesta y hasta impía alianza del altar y el trono». Los institucionistas se convirtieron en los abanderados de la necesidad de proceder a una profunda reforma universitaria, pues para ellos «la cultura científica es la primera fuente del poder y de la prosperidad de un pueblo. Sin la ciencia, no se desarrollan las grandes energías de una nación, sus fuerzas físicas y económicas».
La llegada al Gobierno del líder del Partido Liberal, Práxedes Mateo Sagasta —en sustitución del conservador Cánovas del Castillo—, y de José Luis Albareda al Ministerio de Fomento, puso fin el 3 de marzo de 1881 a la separación de los catedráticos afectados por la circular de Orovio. La reposición en sus puestos de los catedráticos expulsados fue la constatación del triunfo de las posiciones por ellos defendidas. La ciencia moderna se abrió camino frente a las posiciones tradicionalistas y los planteamientos del neocatolicismo.
Odón de Buen recordaba en sus memorias el retorno de los catedráticos expulsados: “La Universidad se regocijó por aquellos años con la vuelta de los profesores que el reaccionario Marqués de Orovio había arrojado de sus cátedras; el paraninfo viejo rebosaba de oyentes al reanudar las lecciones Castelar, Salmerón, Moret, don Laureano Figuerola, don Francisco Giner de los Ríos y otros […] Salvador Calderón, de su estancia en el extranjero, de sus viajes por América, nos traía vientos de renovación en Geología y en Mineralogía. Su hermano Laureano, que había llegado a dar clases y a dirigir trabajos prácticos en Alemania, trajo orientaciones admirables en Cristalografía. Don Augusto González de Linares, de su estancia en los laboratorios marítimos, que ya habían adquirido enorme relieve, importó colecciones que contemplábamos absortos e ideas renovadoras.”
A pesar de ello, José Rodríguez Carracido recordaba la precariedad de medios que todavía a finales de siglo arrastraba la universidad española. “Desde el año 1887 hasta 1901 ¡durante catorce años! Se explicó la Química biológica como si fuese Metafísica […] Al encargarme de esta enseñanza sólo disponía de la silla para la exposición oral de las pláticas de Química biológica, careciendo de todo elemento de trabajo”.
Santiago Ramón y Cajal
Santiago Ramón y Cajal fue nombrado en abril de 1877 profesor auxiliar interino de la recién creada Facultad de Medicina de Zaragoza, en 1879 logró la plaza de director de su Museo de Anatomía, para entonces había terminado sus estudios de doctorado en Madrid, donde conoció a Aureliano Maestre de San Juan, catedrático de Histología Normal y Patológica, en cuyo laboratorio se inicio en el empleo del microscopio y la práctica histológica experimental. En 1883 ganó la cátedra en la Universidad de Valencia, donde se incorporó al Instituto Médico Valenciano. En Valencia conoció a Amalio Gimeno y tuvo ocasión de presenciar la campaña de vacunación anticolérica encabezada por Jaime Ferrán, un acontecimiento médico de repercusiones internacionales y que le acercó por un tiempo a la bacteriología. Los cuatro años que Cajal permaneció en Valencia sirvieron también para que completara su formación histológica.
Entre 1885 y 1888 Cajal optó por la histología frente a la bacteriología, por resultar más económica la investigación. En 1887, durante una de sus visitas a Madrid, Cajal visitó varios laboratorios histológicos de la ciudad, entre ellos el de Luis Simarro, quien le enseñó la preparación de tejidos con varios métodos de impregnación, entre ellos el método de tinción con un preparado de plata desarrollado por el italiano Camilo Golgi, que dieron lugar a distintos trabajos sobre histología comparada y a su obra Histología y técnica micrográfica. En noviembre de 1887 obtuvo la cátedra de Barcelona.
En 1892 expuso una primera síntesis de sus trabajos acerca de la estructura del sistema nervioso, publicada en varios números por la Revista de Ciencias Médicas de Barcelona. Su evolucionismo impregnó su investigación sobre el sistema nervioso, que consideraba «el último término de la evolución de la materia viva y la máquina más complicada […] que nos ofrece la naturaleza».
Ese año ocupó la cátedra de la Universidad de Madrid, tras la jubilación de Aureliano Maestre de San Juan, donde dispuso de un bien equipado laboratorio: “debo agradecerle [a Julián Calleja, decano en 1892 de la Facultad de Medicina de la Universidad Central] la construcción y organización del Laboratorio de Micrografía […] porque a mi llegada a la Corte encontré por todo Laboratorio cierto pasillo angosto, pobrísimo de material e instrumental, sin libros ni biblioteca de revistas”.
Los avances registrados desde finales del siglo xix en las técnicas histológicas y las innovaciones de principios del siglo xx, con métodos originales y mejoras sucesivas, representaron, sin duda, el gran haber de la obra histológica de la escuela cajaliana. La culminación de la publicación en 1904 de Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados coronó la trayectoria científica de Cajal, haciendo de esta obra un compendio de todos los conocimientos adquiridos en neurología hasta aquel momento, completados con su teoría sobre los entrecruzamientos nerviosos. Desde 1898 había centrado su atención en desentrañar los secretos del cerebro humano, con especial atención a la cartografía de la corteza cerebral y a la estructura del tálamo óptico.
El Congreso Internacional de Medicina de 1900, celebrado en París, concedió a Ramón y Cajal el prestigioso Premio Moscú, que distinguía el trabajo médico o biológico más importante publicado en el mundo durante los anteriores tres años. Este hecho tuvo una gran repercusión en España, y el gobierno de Francisco Silvela decidió crear un instituto científico bajo la dirección de Cajal, en 1901 se creó el Laboratorio de Investigaciones Biológicas bajo la dirección de Cajal. En 1905 fue galardonado con la prestigiosa medalla Helmholtz y en 1906 obtuvo el premio Nobel en Medicina, coronación su trayectoria científica. Ramón y Cajal se había convertido en el científico más importante y de mayor alcance de la ciencia española. Su nombramiento en 1907 como presidente de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas –JAE- fue una decisión natural, que pretendía garantizar la seriedad de la apuesta, permaneció a su frente hasta su fallecimiento en 1934, puesto que compatibilizó con la dirección del Laboratorio de Investigaciones Biológicas, la presidencia del Instituto Nacional de Ciencias y del Instituto de Material Científico.
Tras la creación del Laboratorio de Investigaciones Biológicas, Cajal puso en marcha un programa de investigación dirigido a conocer la estructura interna de la célula nerviosa con el fin de combatir la teoría reticular y las críticas a su teoría de la neurona, formuladas por Albrecht Bethe, István Apáthy, Max Bielschowsky y Hans Held, quienes defendieron, en su mayoría, la idea de que las neurofibrillas del interior de las células nerviosas formaban una red continua interneuronal responsable de la propagación del impulso nervioso. Ramón y Cajal había descubierto todos los elementos necesarios para comprender la forma en que se asociaban entre sí las células nerviosas y enunció las leyes fundamentales por las que se regía la función de dichos centros nerviosos. Cajal también estableció las leyes sobre morfología y dinamismo de las células nerviosas, zanjando así el debate entre la formación monogenista o poligenista de los nervios, programa de investigación que culminó con la publicación en 1904 de Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, obra con la que Ramón y Cajal se convirtió en el padre de la neurociencia moderna. La neurología se situaba así en el centro de las investigaciones histológicas e histopatológicas de la escuela de Cajal.
La histología española contó con los ingredientes imprescindibles que podían definir la constitución de una escuela consolidada: una figura científica de primer orden como Santiago Ramón y Cajal, maestro de varias generaciones de investigadores; una obra que compendiaba las líneas de trabajo más importantes dentro de la disciplina histológica, y una serie de técnicas histológicas que catapultaron las investigaciones de los científicos españoles hasta ponerlas al frente de la disciplina a nivel mundial. La escuela histológica española estuvo integrada por los discípulos directos de Cajal y por los vinculados a Nicolás Achúcarro y Pío del Río Hortega.
La crisis del noventayocho y el regeneracionismo
El ambiente intelectual de finales de siglo quedó caracterizado por la llamada literatura regeneracionista dedicada a denunciar los males del país. El diagnóstico era claro y contundente, España agonizaba. Estos y muchos más eran los argumentos que llenaban las páginas escritas por Lucas Mallada, Joaquín Costa, Manuel Sales Ferré, Ricardo Macías Picavea y tantos otros protagonistas finiseculares de aquella literatura regeneracionista, con similares argumentos a los esgrimidos por la Institución Libre de Enseñanza.
La crisis del 98 cargó de argumentos a institucionistas y regeneracionistas sobre los males de la patria, causa y efecto del anquilosamiento de sus estructuras: políticas, atrapadas en la espesa red del caciquismo; económicas, en las que el proteccionismo actuaba de rémora para el despegue definitivo del proceso industrializador; sociales, donde una extremada polarización quedaba al descubierto en la preeminencia de las redes clientelares del caciquismo y la exclusión social de amplias capas de la sociedad; y, en fin, culturales, fruto de las altas tasas de analfabetismo y de las permanentes dificultades presupuestarias de una Universidad que trataba de incorporarse a la senda de la modernidad.
Esta desesperanzadora situación ganó para las corrientes regeneracionistas a una parte importante de los sectores ilustrados del cambio de siglo, alineados en torno a un amplio a la vez que vago proyecto reformista, que encontró sus principales adalides en la Institución Libre de Enseñanza y el reformismo social de la Comisión de Reformas Sociales.
En un ambiente intelectual marcado por el influjo del darwinismo social, el positivismo, la medicina y la psicología social de finales de siglo, España y la sociedad española constituían, para los regeneracionistas, el arquetipo del enfermo terminal, la encarnación de las naciones moribundas a las que lord Salisbury había aludido en su famoso discurso ante el Parlamento británico. El lema de Joaquín Costa, escuela y despensa, sintetizó este espíritu regeneracionista. Frente al pesimismo de la generación del noventayocho, Rafael Altamira, catedrático de la Universidad de Oviedo, publicó El patriotismo y la universidad, donde trataba de “llevar al ánimo de los políticos y del pueblo la convicción de que el primer presupuesto nacional […] es el de la instrucción pública […] Hasta que nuestros Gobiernos no se convenzan de esta verdad […] toda regeneración nacional se edificará sobre arena”.
Sin apenas solución de continuidad, aparecía publicado un trabajo de Francisco Giner de los Ríos donde insistía en presupuestos similares. Santiago Ramón y Cajal se sumó al programa institucionista, lo defendió y lo reforzó tanto con su prestigio como con su palabra, España había vivido “dando vueltas a la noria del aristotelismo y del escolasticismo”, para Cajal “la causa de nuestro lamentable atraso, de nuestro modesto papel en el mundo, de la ruindad de nuestro poderío político, y hasta de recientes y tristísimas desgracias no es otra que el abandono de la investigación en todos los órdenes y singularmente en el de las ciencias de la naturaleza”.
La crisis del noventayocho situó a la ciencia en el centro del debate sobre la necesaria reforma del sistema educativo. Giner de los Ríos ofreció su versión del atraso científico español y apuntó a la falta de contacto con Europa como causante del mismo.
En 1899, Joaquín Costa impulsó la Asamblea Nacional de Productores, con el fin de llevar a la práctica el proyecto regeneracionista. En dicha Asamblea, Manuel Bartolomé Cossío, director del Museo Pedagógico, fundado en 1882 y destacado miembro de la ILE, defendió la necesidad de impulsar la política de pensiones –becas- en el extranjero con el fin de renovar y mejorar la formación científica de la Universidad. La renovación de la Universidad pasaba, a ojos de Cossío, por afirmar la autonomía universitaria, reforzar la enseñanza experimental, mediante la creación y dotación de laboratorios, y reformar el doctorado.
La crisis de 1898 contribuyó al acercamiento entre institucionistas y liberales, que se aceleró a partir de 1900, con la creación del Ministerio de Instrucción Pública, en el que vieron los institucionistas el instrumento para la reforma educativa que perseguían. Junto a Segismundo Moret, otros miembros del partido liberal como Amalio Gimeno, Santiago Alba y Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, se alinearon con las tesis reformistas de la Institución Libre de Enseñanza -ILE-. A ellos se unieron desde las filas del republicanismo viejos miembros de la ILE como Nicolás Salmerón o Gumersindo de Azcárate.
La creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, el 28 de abril de 1900, fue un primer paso para la reforma de la educación y el impulso de la investigación científica. Antonio García Alix, primer ministro de Instrucción Pública, imbuido de los planteamientos regeneracionistas, entendía que “por medio de la instrucción pública, bien dirigida y organizada, podrá adelantarse mucho en la obra regeneradora que impone el estado presente, y sobre todo el porvenir de nuestro país”. La reforma de García Alix, dio lugar a un nuevo plan de estudios en las facultades de Ciencias que sustituyó al establecido en 1880, adecuando sus contenidos a los establecidos en las universidades europeas.
Una reforma que despertó el rechazo de los sectores ultraconservadores. José España Lledó, catedrático excedente de Metafísica de la Universidad de Granada, manifestaba su abierta oposición: “el Sr. García Alix ha hecho un decreto absurdo, entregando a los jóvenes escolares sin defensa alguna a la camarilla librepensadora que le rodea”.
A la vez que se reorganizaban los estudios de Ciencias, se puso en marcha una tímida política de pensiones al extranjero, con el fin de ampliar la formación de profesores y estudiantes. Los resultados de la política de pensiones fueron escasos debido a su reducido número, pero sentó las bases para su desarrollo posterior por la Junta para Ampliación de Estudios.
El modelo universitario que Giner tenía como referencia era la universidad alemana, donde investigación y docencia iban de la mano, y la universidad anglosajona, que buscaba esa formación general del hombre que tanto gustaba a los institucionistas, pero cualquiera de los dos modelos llevaba implícito la neutralidad y la autonomía de la Universidad tanto del Estado como de la Iglesia. Ramón y Cajal coincidía con Giner en la defensa de una nueva política científica.
En 1906, el liberal Segismundo Moret, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, llegó a proponer a Santiago Ramón y Cajal el cargo de ministro de Instrucción Pública, ofrecimiento que rechazó, pero que aprovechó para exponer un plan de actuación, que encontró una primera traducción en la creación en 1906 del Servicio de información técnica y de relaciones con el extranjero, anticipo inmediato de lo que sería la Junta para Ampliación de Estudios.
El ministro de Instrucción Pública, Vicente Santamaría de Paredes, decidió poner en marcha el Servicio de Información Técnica y de Relaciones con el Extranjero en enero de 1906, al que se incorporó José Castillejo, catedrático en Sevilla. Moret, no obstante, quería ir más allá y dar a las reformas en Instrucción Pública un contenido profundo, para lo que solicitó a Giner un plan de actuación.
Cajal, Giner, Cossío, Altamira, Castillejo, Carracido, Bolívar, Menéndez Pidal, entre otros muchos, coincidían en que el objetivo estratégico era la reforma de la Universidad, pero ante las dificultades para su renovación apostaron por la creación de una institución encargada de actuar de motor de la misma, a través del fortalecimiento de la política de pensiones al extranjero, para que las nuevas generaciones de universitarios entraran en contacto directo con los centros de investigación más avanzados de la época, el resultado fue la creación de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas –JAE-.
Giner trató de aprovechar la oportunidad que ofrecía el gobierno liberal para poner en marcha una institución que impulsase la investigación y desde la que se pudiese abordar, con ciertas garantías de éxito, la necesaria reforma de la Universidad. Fue finalmente un gabinete puente, el del marqués de la Vega de Armijo, el encargado de aprobar los presupuestos de 1907 y el que dio carta de naturaleza a la Junta para Ampliación de Estudios.
La Junta para Ampliación de Estudios y la edad de plata de la ciencia en España
La Universidad española del siglo XIX se había caracterizado por la precariedad de medios, la escasa renovación de sus estudios, muchos de ellos anquilosados en las viejas estructuras y contenidos de la época de la Contrarreforma, la alergia, cuando no abierta oposición, a las corrientes racionalistas y a las nuevas corrientes científicas y de pensamiento. Al iniciarse el siglo XX la ciencia en España, salvo en el campo de las ciencias biomédicas, se encontraba en un marcado estado de postración.
La sempiterna escasez de recursos públicos, el escaso desarrollo económico del país y el anquilosamiento de las estructuras universitarias hacían prácticamente inviable la investigación científica. Las excepciones que existieron, y de las cuales Santiago Ramón y Cajal fue la figura más descollante, fueron posibles merced a una férrea voluntad, capaz de sobreimponerse a la penuria de medios y a la falta de laboratorios adecuados en los que desarrollar la investigación. Una situación insostenible al iniciarse el siglo XX, cuando la ciencia había adquirido velocidad de crucero, para cuyo avance eran precisos recursos e instalaciones y no sólo inteligencia. Sin instituciones científicas bien dotadas de laboratorios, aparatos y personal difícilmente se podía estar no ya en la vanguardia de la ciencia sino tan siquiera al día de los nuevos derroteros que ésta tomaba.
La distancia con los países europeos más desarrollados era abismal y la penuria de medios continuaba siendo una constante en la universidad española al iniciarse el siglo XX. Blas Cabrera en su discurso de ingreso en la Academia Española, el 26 de enero de 1936, definía la precaria situación de la ciencia española al comienzo de la centuria: «Para ofrecer una imagen eficiente del pasado y del presente de la Física española yo traigo a la memoria de aquellos entre vosotros que lo conocieron el barracón levantado en el patio del viejo convento de la Trinidad, sede del Ministerio de Fomento, donde se alojaba el único laboratorio de Física de que disponía la Universidad central. Mi generación fue la última que disfrutó de aquel humilde cobertizo».
Salvar la brecha que separaba a España de las más dinámicas naciones europeas pasaba, a ojos de institucionistas y regeneracionistas, por renovar el sistema educativo del país, sus estructuras, métodos, objetivos y contenidos. Dicha convicción fue interiorizada por los sectores reformistas del partido liberal y, más allá del mismo, por el grueso de la intelectualidad reformista de la España del primer tercio del siglo XX. La llamada generación del 14, con Ortega y Gasset a la cabeza, sintetizó esta percepción en su convicción de que la solución al atraso español estaba en Europa, entendida ésta como la apertura a las nuevas corrientes de pensamiento y científicas que recorrían el Viejo Continente, base sobre la que debería asentarse un amplio programa reformista que modernizara las estructuras sociales, económicas, políticas y culturales del país.
La oposición tradicionalista a la JAE
La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas –JAE- constituyó el esfuerzo más importante y el mayor logro del recién creado Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes con vistas a modernizar la educación y la investigación científica en España. Santiago Ramón y Cajal insistió, años después, en el diagnóstico de institucionistas y regeneracionistas, “si, a la vez que establecemos íntima comunicación espiritual con el extranjero, no acertamos a mantener en los iniciados el fuego sagrado de la investigación, organizando, para retenerlos y estimularlos, laboratorios y seminarios, talleres y demás centros de laboreo intelectual y profesional; si, en fin, por respeto a rancios prejuicios o a funestos formalismos no procedemos a incorporar rápidamente a la enseñanza el nuevo plantel docente, renovando y fecundando con él la vieja Universidad […] España no saldrá de su abatimiento mental mientras no reemplace las viejas cabezas de sus profesores (Universidades, Institutos, Escuelas especiales), orientadas hacia el pasado, por otras nuevas orientadas hacia el porvenir […] Europeizando rápidamente al catedrático, europeizaremos al discípulo y a la nación entera […] Tal es el plan salvador. No ha habido que inventar la panacea”.
La JAE tuvo que lidiar con la animadversión del conservadurismo español, desde el gobierno y la Universidad, por considerarla el instrumento para poner en práctica el ideario de la Institución Libre de Enseñanza. A los pocos días de su creación, el 25 de enero de 1907, los liberales fueron sustituidos en el gobierno por los conservadores, bajo la presidencia de Antonio Maura, con Faustino Rodríguez San Pedro al frente del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, cambio de gobierno que estuvo a punto de dar al traste con la iniciativa recién aprobada. José Castillejo, secretario de la JAE, describió a Rodríguez San Pedro como un burócrata reglamentista que “unía a su credo marcialmente conservador una notable falta de imaginación y no poca hostilidad hacia el pensamiento”.
La labor obstruccionista de Rodríguez San Pedro se tornó en abierta oposición en sus intervenciones en el Parlamento, frente a los diputados del partido liberal. Amalio Gimeno le reprochó: “que hasta le parece muy mal gastar dinero para ampliación de estudios en el extranjero”. Los enfrentamientos más duros tuvieron lugar con los diputados Juan Ventosa, Gumersindo de Azcárate y Eduardo Vincentí, vocal de la JAE, quien acusó al ministro de querer “disolver la Junta”.
En su respuesta Rodríguez San Pedro defendió su concepción tradicionalista: “No; esto nos traería un problema muchísimo más hondo, á saber: si convendría que España hiciese un esfuerzo supremo para que sus hijos se educasen en el extranjero, ó si, por el contrario, puede ser más conveniente, aunque vayamos con más lentitud, por fines de una grandísima elevación y de mayor transcendencia todavía, que nos eduquemos en España […] vinculándonos en las glorias que señala nuestra tradición, y teniendo aspiraciones que sean puramente españolas, y si por un cosmopolitismo exagerado no pueden debilitarse y quebrantarse los fundamentos morales en que toda la Nación debe descansar”.
La respuesta sintetizaba la prevención, cuando no abierta oposición, de los sectores tradicionalistas del conservadurismo español respecto a la ciencia moderna y el contacto con el exterior, temerosos, con razón, que la apertura a Europa acabara con el dominio que habían disfrutado en las estructuras políticas, sociales y culturales en la España del siglo XIX, asentado en el dominio de la Iglesia católica tras la firma del Concordato de 1851, que selló la reconciliación de la Iglesia con el liberalismo moderado.
La caída del gobierno Maura, a raíz de los sucesos de la Semana trágica de Barcelona, con la consecuente salida de Rodríguez San Pedro del Ministerio, permitió superar la paralización de las actividades de la JAE. La formación de un nuevo Gobierno del partido liberal encabezado por Segismundo Moret, con Antonio Barroso al frente del Ministerio de Instrucción Pública, impidió que la JAE se convirtiese en un proyecto fallido. A pesar de las dificultades de orden político y presupuestario con las que se enfrentó durante los primeros años de su vida, la JAE se constituyó en el motor esencial del despertar de la ciencia en España durante el primer tercio del siglo XX.
El neocatolicismo encontró en la defensa de la autonomía universitaria una herramienta con la que movilizar a la universidad contra la JAE, ante el fracaso de su estrategia parlamentaria y gubernamental. En 1910, el Museo de Ciencias Naturales de Madrid había pasado a formar parte del Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales de la Junta para Ampliación de Estudios. Hasta entonces el Museo, dirigido por Ignacio Bolívar, había dependido, en lo administrativo, de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid. Su incorporación a la JAE implicaba su segregación de la Universidad. En la decisión tuvo un claro protagonismo Bolívar, y encontró el rechazo de los sectores más conservadores del claustro de la Facultad madrileña. La segregación del Museo de Ciencias Naturales representaba una sustancial pérdida de poder académico, dada la importancia del Museo en el campo de las Ciencias Naturales. Algunos catedráticos, liderados por José Muñoz del Castillo y Bartolomé Feliú, exigieron la reincorporación del Museo a la Facultad de Ciencias de la Universidad Central, a la vez que apuntaban la idea de disolver la JAE y entregar a las universidades sus competencias en materia científica, propuesta que encontró apoyo entre los sectores más conservadores del Parlamento.
La JAE y el despegue de la ciencia en España
Dos fueron los ámbitos en los que la acción de la JAE resultó fundamental. El primero de ellos, el impulso y gestión de las estancias en el extranjero de los profesores y jóvenes científicos españoles, con el fin de completar su formación académica y científica, a través de una política de pensiones -el equivalente a las becas actuales- que permitieron la toma de contacto con las líneas de investigación puntera de la ciencia internacional y, a la vez, establecer contacto con las instituciones científicas extranjeras. Hasta tal punto fue importante la política de pensiones que la JAE llegó a ser conocida como Junta de Pensiones. A lo largo de su vida, la JAE recibió más de 9.000 solicitudes de pensiones, de las que se concedieron alrededor de 2.000.
El otro gran cometido de la Junta fue la creación de instituciones científicas, que permitieran dar continuidad a la formación adquirida en el extranjero por los pensionados y rentabilizar la misma, mediante la fundación de Institutos de Investigación que hicieran realidad el despegue de la ciencia en España, uno de los principales fines para los que fue concebida. Dos fueron las grandes instituciones creadas por la JAE: el Centro de Estudios Históricos y el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales.
El Centro de Estudios Históricos –CEH- agrupó las Ciencias Sociales y Humanidades, mediante la creación de distintas secciones. Entre ellas destacaron la sección de Filología, dirigida por Ramón Menéndez Pidal, y las relacionadas con la Historia, a cargo sucesivamente de Eduardo de Hinojosa, Rafael Altamira, Claudio Sánchez Albornoz, responsable desde 1924 de la sección de Historia del Derecho, Américo Castro y Pedro Bosch Gimpera, y en estudios árabes, Miguel Asín Palacios. La filología española alcanzó a través de la actividad del CEH un relevante nivel, los trabajos publicados en la Revista de Filología Española y en los Anejos de la Revista de Filología Española, en especial los estudios sobre la época medieval, alcanzaron resonancia internacional, alrededor de Menéndez Pidal se forjó una competente escuela filológica. En el caso de la historiografía los planteamientos del CEH estuvieron articulados por la incorporación del historicismo alemán, dominante en el panorama historiográfico continental, y del positivismo francés, Altamira introdujo la historiografía anglosajona y llamó la atención sobre la importancia de la Sociología como disciplina necesaria para el análisis historiográfico.
Al Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales quedaron incorporadas algunas de las instituciones científicas más relevantes de la frágil estructura científica de la época, como el Museo Nacional de Ciencias Naturales, el Museo de Antropología, el Jardín Botánico de Madrid, la Estación Biológica de Santander y el Laboratorio de Investigaciones Biológicas dirigido por Ramón y Cajal, posteriormente convertido en Instituto Cajal. A lo largo de sus años de actividad la JAE creó, dependientes del Instituto Nacional de Ciencias, el Laboratorio de Investigaciones Físicas, la Estación Alpina de Biología de Guadarrama, la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas, el Laboratorio y Seminario Matemático, la Misión Biológica de Galicia y los laboratorios de Química, Fisiología, Anatomía Microscópica, Histología, Bacteriología y Serología de la Residencia de Estudiantes. Asimismo, la JAE impulsó la Asociación de Laboratorios, la colaboración con el Laboratorio de Automática dirigido por Leonardo Torres Quevedo fue intensa.
En el campo de las ciencias biomédicas, la figura de Santiago Ramón y Cajal fue el aglutinante de toda una generación de científicos alrededor del Laboratorio de Investigaciones Biológicas, por él dirigido, y los laboratorios creados por la JAE en la Residencia de Estudiantes, que consolidaron la base científica precedente y abrieron el camino de toda una serie de programas de investigación entre los que descollaron la neurología, la histología y la fisiología, con especial atención al estudio del sistema nervioso. Cajal era uno de los grandes científicos internacionales del primer tercio del siglo XX, y su prestigio hizo que la revista Trabajos del Laboratorio de Investigaciones Biológicas -Travaux du Laboratoire de Recherches Biologiques- fuese referencia obligada en la ciencia internacional. La figura de Cajal atrajo a numerosos científicos extranjeros a trabajar en el Laboratorio o a colaborar en el mismo a través de cursos y conferencias. Ramón y Cajal estuvo acompañado de científicos de primera fila como Nicolás Achúcarro, histólogo y neurólogo que, tras su regreso a España desde EE UU, organizó y dirigió el Laboratorio de Histopatología del Sistema Nervioso de 1912 a 1918, fecha de su prematura muerte. Por él pasaron entre otros Pío del Río Hortega, quien tras la muerte de Achúcarro fue nombrado su director hasta 1920, fecha en la que pasó a ser jefe del Laboratorio de Histología Normal y Patológica de la Residencia de Estudiantes, Felipe Jiménez de Asúa y Gonzalo Rodríguez Lafora, quien en 1916 ocupó la dirección del recién creado Laboratorio de Fisiología y Anatomía de los Centros Nerviosos. En 1916 se creó el Laboratorio de Fisiología, bajo la dirección de Juan Negrín, en el que iniciaron su actividad científica entre otros Severo Ochoa y Francisco Grande Covián.
No menos importante fue la acción del Museo Nacional de Ciencias Naturales, dirigido desde 1901 por Ignacio Bolívar Urrutia, catedrático de Zoología de Articulados de la Universidad Central. Bolívar fue la gran figura de la biología española del primer tercio del siglo XX, vocal de la Junta desde su fundación pasó a presidirla desde 1935, tras la muerte de Ramón y Cajal. Bajo su dirección el Museo de Ciencias Naturales abandonó su lánguida existencia decimonónica y, en estrecha colaboración con la JAE, relanzó los estudios biológicos en España. Entomólogo de prestigio internacional, participó junto con Augusto González Linares en la creación de la Estación de Biología Marítima de Santander en 1886, el Laboratorio de Biología de Palma de Mallorca en 1906, y la Estación alpina de Biología de Guadarrama en 1910. Fue asimismo director del Jardín Botánico entre 1921 y 1930, impulsando su renovación y modernización y favoreció la creación en 1914 del Instituto Español de Oceanografía, al que fueron adscritos los Laboratorios de Biología Marina, bajo la dirección de Odón de Buen. Durante su gestión se relanzaron las investigaciones y trabajos de Zoología, Geología y Botánica, e impulsó la reanudación de las publicaciones científicas del Museo, interrumpidas desde la desaparición en 1804 de los Anales de Historia Natural, con la publicación desde 1912 de los Trabajos del Museo Nacional de Ciencias Naturales, compuestos de tres series dedicadas a Zoología, Botánica y Geología, además de las series de zoología Genera Mammalium y Fauna Ibérica y la revista de entomología Eos.
En zoología destacaron además de Bolívar, Antonio Zulueta o José Fernández Nonídez, introductores de la genética en España. También destacaron Enrique Rioja Lo-Bianco, especialista en Anélidos, Luis Lozano Rey, en peces, Manuel Martínez de la Escalera, especialista en coleópteros, Ricardo García Mercet, entomólogo, Ángel Cabrera Latorre, especialista en mamíferos, o Cándido Bolívar Pieltain, hijo de Ignacio Bolívar, especialista en coleópteros y jefe de la Sección de Entomología del Museo.
En Física y Química la actividad de la JAE fue esencial para el desarrollo de ambas disciplinas en España, con la creación del Laboratorio de Investigaciones Físicas, dirigido por Blas Cabrera, transformado posteriormente en el Instituto Nacional de Física y Química. Fue otra de las grandes instituciones científicas de la ciencia española del primer tercio del siglo XX, junto con el Instituto Cajal, el Museo Nacional de Ciencias Naturales y el Centro de Estudios Históricos. La creación de la JAE fue decisiva para el despertar de las ciencias Físico-Químicas en España. La política de becas al extranjero permitió establecer los primeros contactos firmes con los centros internacionales de la Física y la Química. Tras la Gran Guerra, los viajes de físicos y químicos españoles, como Enrique Moles, Miguel Catalán, Arturo Duperier y Julio Palacios permitieron estrechar los contactos con algunos de los centros más importantes de la Física mundial.
Juan Negrín López
Juan Negrín López (1892-1956) estudió Medicina en las universidades de Kiel y Leipzig. En esta segunda ciudad entró en contacto con el Instituto de Fisiología de Theodor von Brücke, uno de los fisiólogos europeos más reputados; se doctoró y fue ayudante del Instituto hasta que con el estallido de la Primera Guerra Mundial regresó a España. Durante su estancia en Alemania conoció al grupo de fisiólogos catalanes liderados por Augusto Pi i Sunyer. A su regreso solicitó una pension a la JAE para trabajar en Estados Unidos en el laboratorio de fisiología del Rockefeller Institute for Medical Research y en la Cornell University. Sin embargo, una oferta de Ramón y Cajal para dirigir el nuevo Laboratorio de Fisiología General de la Residencia de Estudiantes en 1916 hizo que optara por instalarse en Madrid, donde realizó una segunda tesis doctoral, que presentó en 1920. En 1921 ganó la cátedra de Fisiología de la Universidad Central y puso en marcha la escuela de fisiología en Madrid.
El laboratorio de Fisiología de la JAE
La fisiología experimental en España a finales del siglo xix se había desarrollado en Madrid y Barcelona. En la ciudad condal lo hizo de la mano de Ramón Coll i Pujol, Ramón Turró i Darder y Augusto Pi i Sunyer, quienes fundaron la escuela fisiológica catalana, dentro del Institut d’Estudis Catalans. En Madrid José Gómez Ocaña fue el máximo exponente de la aplicación del método experimental a la fisiología; contemporáneo de Cajal, dedicó parte de su trayectoria científica al estudio fisiológico del sistema nervioso. Con Gómez Ocaña se formó un grupo de discípulos que la JAE integró en el Laboratorio de Fisiología General de la Residencia de Estudiantes, bajo la dirección de Juan Negrín. Cajal, consciente de la importancia de la fisiología para el desarrollo de las disciplinas biomédicas, impulsó la creación del laboratorio. La elección de Negrín fue debida a su formación en el Instituto de Fisiología en Leipzig, líder en la fisiología internacional de la época, y a su relación con la escuela fisiológica de Barcelona, a través de su contacto con Turró y Pi i Sunyer. Los primeros trabajos fisiológicos de Negrín, en Alemania, se centraron en la actividad de las glándulas suprarrenales, su relación con el sistema nervioso central y el mecanismo fisiológico que determinaba la glucosuria.
Una vez en Madrid en julio de 1916, Juan Negrín se dedicó a organizar el nuevo Laboratorio de Fisiología General y a impartir cursos sobre fisiología experimental. Hasta la finalización de la Primera Guerra Mundial el laboratorio se centró fundamentalmente en impartir cursos prácticos para alumnos de las facultades de Medicina y Ciencias de la Universidad de Madrid. Unos meses antes había empezado a funcionar, también en la Residencia de Estudiantes, el Laboratorio de Fisiología y Anatomía de los Centros Nerviosos, bajo la dirección de Gonzalo Rodríguez Lafora, dedicado al estudio experimental de los problemas fisiológicos de localización en los centros cerebrales y los problemas anatómicos de las conexiones entre los centros y el sistema periférico, donde Cajal pensó que podrían encajar los trabajos de fisiología de Negrín, pero la orientación neuropsiquiátrica de Rodríguez Lafora no casaba bien con las investigaciones de fisiología general, por lo que la Junta terminó por crear el Laboratorio de Fisiología General de Negrín.
Las actividades de ambos laboratorios rebasaron la capacidad de las instalaciones de la Residencia de Estudiantes, por lo que el de Rodríguez Lafora se integró, bajo la denominación de Fisiología Cerebral, en el Laboratorio de Investigaciones Biológicas y, desde 1920, en el Instituto Cajal. La JAE contempló la posibilidad de transformar el de Negrín en un Instituto de Fisiología, a raíz de un informe redactado en noviembre de 1917 por el fisiólogo catalán Jesús María Bellido Golferichs: “la labor que en él se ha llevado a cabo es seria, intensa y digna de toda protección […]. Creo que la Junta puede darse por satisfecha, y debe ya plantearse […] llegar a fundar bajo su dirección un verdadero Instituto de Fisiología, comparable al que regenta, de Física y Química física, nuestro amigo Cabrera, aunque de momento es urgente el dotarle de un local algo mayor […] le recuerdo que en Fisiología los estudios experimentales de carácter original, requieren, aun los puramente monográficos, un instrumental tan caro y complicado como los de Física”. El Instituto de Fisiología no llegó a fundarse, pero el laboratorio de la Residencia de Estudiantes vio mejoradas sus instalaciones.
En la primera mitad de los años veinte, Negrín reunió en el laboratorio a José Domingo Hernández Guerra, José Sopeña Boncompte y José María de Corral García. Negrín y sus discípulos publicaron sus primeras investigaciones sobre la adrenalina, la glucemia, y los resultados causados por mecanismos de acción química en la regulación funcional de los vasos sanguíneos y el ritmo cardiaco. En esta primera etapa colaboraron con el Laboratorio José Miguel Sacristán Gutiérrez y Luis Calandre, el primero dirigió sus pasos hacia la psiquiatría en colaboración con Rodríguez Lafora, mientras el segundo fue nombrado director del Laboratorio de Anatomía Microscópica de la Residencia de Estudiantes y se especializó en cardiología.
En 1921 Negrín obtuvo la cátedra de Fisiología de la Universidad de Madrid y pudo reclutar a nuevos discípulos, que se convirtieron en los nombres más sobresalientes de la investigación fisiológica. La llegada de Severo Ochoa, José García Valdecasas Santamaría y Blas Cabrera Sánchez amplió las líneas de investigación del Laboratorio de Fisiología General, particularmente en el campo de la fisiología bioquímica mediante el estudio de los mecanismos funcionales de la secreción de sustancias y la fisiología muscular. Los tejidos musculares sirvieron a Ochoa y García Valdecasas para sus estudios sobre la creatinina y la creatina. Cabrera se dedicó a la fisiología del sistema nervioso, en relación con los trabajos de la escuela de Cajal. La regulación del tono vascular o las variaciones del trabajo cardiaco provocadas por la acción de fármacos fueron una de las líneas de investigación prioritarias del Laboratorio en estos primeros años. A la vez, Negrín se ocupó de las dificultades práctico-instrumentales a las que debía hacer frente el laboratorio, por lo que dedicó algún trabajo al estalagmógrafo y al miógrafo.
De la importancia por la internacionalización de la investigación que Negrín, en plena coincidencia con el espíritu y objetivos de la JAE, impulsó en el Laboratorio dan fe los cursos y conferencias que entre 1922 y 1924 impartieron A. Bickel, de la Universidad de Berlín, L. Asher, de la Universidad de Berna, y B. Houssay, de la Universidad de Buenos Aires.
Hernández Guerra y Ochoa publicaron en 1927 un manual titulado Elementos de bioquímica. El creciente interés por la bioquímica en el laboratorio de Negrín no disminuyó la atención sobre los estudios fisiológicos sobre azúcar en la sangre o las relaciones entre las funciones fisiológicas cardiovasculares y las de origen gástrico. La incorporación de Ramón Pérez-Cirera y Francisco Grande Covián al Laboratorio, a finales de los años veinte, acentuó su orientación bioquímica al iniciar nuevas líneas de investigación sobre síntesis de aminoácidos y vitaminas, acción de los iones de calcio y potasio sobre la fibra muscular o la determinación de la velocidad de sedimentación de la sangre. Pérez-Cirera centró su atención en la electrofisiología y la fisiología muscular, mientras que Grande Covián trabajó con Ochoa en el metabolismo hidrocarbonado del corazón y Negrín daba una orientación bioquímica a sus estudios sobre metabolismo y sobre los bioelementos.
La investigación de Negrín se vio condicionada por sus crecientes responsabilidades académicas y políticas. En 1923 fue nombrado secretario de la Facultad de Medicina de Madrid. En la Universidad Central impulsó la creación del Instituto de Comprobación de los Medicamentos, que dirigió José Domingo Hernández Guerra hasta su muerte en 1932, y la Escuela de Educación Física y Medicina del Deporte, de la que se hizo cargo Blas Cabrera Sánchez. En 1927 fue designado secretario ejecutivo de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria. En 1929 ingresó en el Partido Socialista Obrero Español y en 1931, con la primera legislatura republicana, ganó el acta de diputado por Las Palmas, acta que mantuvo hasta 1934.
En los años treinta eran colaboradores del Laboratorio Severo Ochoa de Albornoz, Blas Cabrera Sánchez, Rafael Méndez Martínez y Francisco Grande Covián: “jóvenes médicos que llevan trabajando varios años con asiduidad y provecho en el Laboratorio. Todos han estado en el extranjero ampliando sus estudios. Ninguno ejerce la profesión médica y dedican exclusivamente sus actividades a la investigación y a la enseñanza”. En el Laboratorio trabajaron también José García-Blanco Oyarzábal, José Ruiz Gijón, José Manuel Rodríguez Delgado y José Puche Álvarez. El laboratorio de Negrín se adentró con paso firme en el campo de la Bioquímica, disciplina que comenzaba a configurarse como una de las más prometedoras y avanzadas de las ciencias biomédicas. José Domingo Hernández Guerra, fallecido prematuramente en 1932 con 25 años, obtuvo la cátedra de Fisiología de la Universidad de Salamanca en 1926 y en 1929 fue nombrado director de Farmacología Fisiológica del Instituto Farmacobiología de la JAE.
Negrín propuso a la JAE, en octubre de 1934, trasladar el Laboratorio de Fisiología General al nuevo edificio de la Facultad de Medicina, en la Ciudad Universitaria. José Castillejo, secretario de la JAE, llevó ante la JAE la propuesta siguiente: “para que dicha Facultad decida si desea o no que la Junta tenga en la Ciudad Universitaria un local donde con plena independencia y responsabilidad pueda instalar el Laboratorio de Fisiología que el doctor Negrín desea. La resolución de la Facultad de Medicina y el presupuesto para el sostenimiento del nuevo Laboratorio serán base para un convenio entre la Facultad de Medicina y la Junta”, con el fin de garantizar la autonomía del Laboratorio en la Ciudad Universitaria. La Junta dirigió la solicitud al decano de la Facultad de Medicina de Madrid en noviembre de 1934. Tras firmarse el acuerdo, el Laboratorio de Negrín empezó a trabajar en su nueva instalación a comienzos de 1935; en agosto, junto al director, figuraban como ayudantes José María de Corral García, José García Valdecasas, Ramón Pérez Cirera, Blas Cabrera Sánchez, Severo Ochoa de Albornoz y Francisco Grande Covián.
Rafael Méndez rememoró, años después, desde su exilio en México, la labor de Negrín al frente del Laboratorio de Fisiología: “La escuela que comenzó a crear don Juan Negrín, con el apoyo primero de Cajal y después de don Teófilo Hernando, pudo constituir el inicio de una tradición científica biomédica en España […]. Cuando ingresé en ese grupo en 1924 trabajaban en él Hernández Guerra, José María del Corral, Sopeña y García Blanco, que fueron después catedráticos de fisiología. Posteriormente pasó una temporada con nosotros José Puche, que fue catedrático de fisiología en Valencia, rector de la Universidad y hombre de confianza de Negrín durante la guerra. Todos ellos desarrollaban temas de investigación señalados y dirigidos por don Juan y preparaban sus oposiciones a cátedra. Llegaron poco después el futuro premio Nobel Severo Ochoa; Ramón Pérez Cirera, que fue catedrático de farmacología en España y en México; José García Valdecasas, catedrático de fisiología, y Francisco Grande, que fue profesor de fisiología en la Universidad de Minnesota y en la actualidad dirige un centro de investigación en Zaragoza. Nos siguió José Manuel Rodríguez Delgado, prominente investigador en fisiología cerebral en la Universidad de Yale en el exilio y, ahora, director de investigación en el Centro Ramón y Cajal de Madrid. Dos o tres años antes de nuestra guerra, completaban el grupo Germán García, destacado radioterapeuta, miembro de la academia nacional de Medicina en México; Pedro Barreda, de la Fundación Jiménez Díaz, y Blas Cabrera […]. Valdecasas y Blas Cabrera escogieron en México el camino de la industria farmacéutica. Cada uno de nosotros tenía a su lado algún estudiante que iniciaba su carrera de investigador.” La guerra civil y su desenlace terminaron con la actividad del Laboratorio de Fisiología General de la JAE, al ser desmantelada la escuela de Negrín por la dictadura franquista.
Desde los inicios de la actividad del Laboratorio, la relación con la escuela catalana de Fisiología fue intensa, liderada por Augusto Pi i Sunyer, director del Institut de Fisiología del Institut d´Estudis Catalans, Jesús María Bellido Golferich, Rosendo Carrasco Formiguera, Jaime y Santiago Pi i Sunyer, César Pi i Sunyer, Alberto y Jordi Folch i Pi mantuvieron estrechas relaciones con el laboratorio de Negrín. Algunos de sus integrantes encontraron refugio en la Universidad de Toulouse tras el fin de la guerra civil, donde los acogió Louis Camille Soulá, que había estado vinculado al Laboratorio de Negrín.
La renovación de la Universidad española
Aquellos jóvenes universitarios pensionados por la JAE se habían convertido en los años veinte y treinta en los científicos más destacados de la ciencia española del primer tercio del siglo XX, incorporados a las cátedras universitarias, muchos de ellos en la Universidad Central de Madrid, mantuvieron su vinculación con los Centros, Institutos y laboratorios impulsados por la JAE. A través de ellos, ambas instituciones quedaron estrechamente entrelazadas, favoreciendo el proceso de renovación de la enseñanza y la investigación universitaria.
Con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931, las esperanzas del programa reformista encarnado por la JAE encontraron un fuerte respaldo. En el programa reformista del primer bienio republicano tuvo un papel destacado la política educativa del Ministerio de Instrucción Pública, a cuyo cargo estuvieron Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos, este último entre diciembre de 1931 y junio de 1933. La reforma universitaria del 15 de septiembre de 1931 trató de renovar los sistemas de enseñanza universitaria, sobre la base de criterios pedagógicos y científicos más modernos, para lo cual se aprobaron nuevos planes de estudio para las Facultades de Filosofía y Letras, Farmacia y Ciencias.
Los planes científicos de la Junta experimentaron en los años treinta una considerable transformación, fruto del apoyo prestado por el régimen republicano. La República dio un notable impulso a las obras de la Ciudad Universitaria de Madrid. La JAE empezaba a acariciar el ideal que la sustentaba, llevar a cabo una reforma capaz de situar a la universidad española en el mapa de las universidades europeas. En junio de 1932, José Castillejo escribía que “la invasión de las masas en las Universidades, que es fenómeno general en el mundo, impone un cambio en los métodos y finalidades de la Universidad y la creación de órganos especiales para funciones científicas que ésta no puede ya atender con suficiente intensidad y libertad”.
En 1932 se inauguraron el Instituto Cajal y el Instituto Nacional de Física y Química. Haciendo balance del camino recorrido, el presidente de la JAE, Santiago Ramón y Cajal, echaba la mirada atrás y podía escribir: “que los jóvenes intelectuales de hoy valen más, hechas las salvedades necesarias, que los intelectuales de hace cuarenta años. En general, poseen más cultura y están mejor preparados […] La nueva generación conoce varios idiomas, ha viajado por el extranjero, oído a los grandes maestros, frecuentado seminarios y laboratorios. Y ha regresado animada de un magnífico espíritu de renovación y de iniciativa […] [La JAE] ha facilitado la formación de una grey de ingenieros, abogados, humanistas, médicos, físicos, químicos, naturalistas y hasta filósofos, impregnados de los secretos de la técnica y de los métodos inquisitivos ultrapirenaicos y ultramarinos. Bastantes de estos argonautas de la ciencia ocupan hoy, con aplauso de todos, puestos importantes en el profesorado universitario, así como en seminarios y laboratorios”.
De los 125 catedráticos de la Universidad Central en activo en 1935 el 75,2 por ciento -94- habían tenido alguna vinculación con la JAE, bien por haber disfrutado de alguna pensión en el extranjero o por formar parte de los institutos y laboratorios impulsados por la JAE. La importancia de la vinculación con la JAE se hace más relevante si tenemos en consideración las áreas de conocimiento donde la acción de la JAE fue más determinante: en la Facultad de Ciencias de los 31 catedráticos en activo 29 habían tenido alguna vinculación con la Junta, el 93,55 por ciento; en la Facultad de Derecho de los 20 catedráticos, 17 habían tenido alguna relación con la JAE, el 85 por ciento; en la Facultad de Filosofía y Letras de los 35 catedráticos, 24 habían estado relacionados con la JAE, el 68,71 por ciento; en la Facultad de Medicina de los 28 catedráticos, 18 habían estado vinculados con la Junta, el 64,29 por ciento; en la Facultad de Farmacia de los 11 catedráticos, 6 habían estado relacionados con la Junta, el 54,55 por ciento. Ramón y Cajal no se equivocaba en sus apreciaciones sobre el papel de la Junta para Ampliación de Estudios en la renovación de la Universidad española y, en particular, de la Universidad Central, las cifras se incrementarían si tuviéramos en consideración la vinculación con la JAE de los profesores auxilares, encargados de clases, muchos de ellos discípulos de los catedráticos vinculados a la Junta, que estaban llamados a ocupar las cátedras de nueva creación o las vacantes por jubilación de sus maestros.
La guerra civil y el fin de la edad de plata de la ciencia
Tras el fracaso del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y el estallido de la guerra civil la actividad de la Universidad y la JAE quedó paralizada. Al coincidir con el periodo de vacaciones estivales, muchos de los científicos y profesores se encontraban fuera de sus lugares de residencia.
La JAE estaba compuesta por vocales de muy variada adscripción ideológica, desde hombres de clara significación republicana e izquierdista hasta profesores de indudable sesgo conservador, composición que despertó la desconfianza de los sectores izquierdistas en las semanas posteriores al golpe de Estado del 18 de julio, en un Madrid dominado por las milicias tras el desmoronamiento del Estado republicano. José Castillejo fue sacado de su domicilio para que entregara las llaves y documentos de la Secretaría de la JAE. La intervención del ministro Francisco Barnés, de Ramón Menéndez Pidal y Paulino Suárez evitó que Castillejo pagara con su vida las que se creían veleidades contemporizadoras de la Junta con sectores del conservadurismo español. Tras el incidente, Castillejo y su familia partieron al exilio en Londres. La Junta evitó la incautación porque el Ministerio de Instrucción Pública había cesado en sus cargos a doce de los veintiún vocales, al no considerarles leales al Gobierno.
La destrucción de la ciencia española por la España franquista
La continuidad de la actividad científica y del espíritu con el que nació la JAE fue imposible tras la finalización de la guerra civil. El carácter ultramontano y reaccionario que alimentaba el llamado bando nacional veía a la Junta, al ideario que la inspiró y vio nacer, y a sus hombres como enemigos y causantes del mal que se pretendía extirpar a sangre y fuego. Fueron innumerables las voces que retomaron con renovada virulencia las críticas que, desde los sectores más conservadores, se habían pronunciado desde su nacimiento.
La Junta de Defensa Nacional, constituida el 24 de julio de 1936, sustituida por la Junta Técnica del Estado el 1 de octubre, creó la Comisión de Cultura y Enseñanza, bajo la presidencia de José María Pemán y la vicepresidencia de Enrique Suñer, catedrático de Pediatría de la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid, estuvo encargada del proceso de depuración del profesorado universitario, tras las primeras destituciones realizadas por la Junta de Defensa en las zonas bajo su control, hasta la creación del Ministerio de Educación Nacional, a cuyo frente se situó, el 31 de enero de 1938, Pedro Sáinz Rodríguez. Los planteamientos que iban a guiar la actuación de la Comisión de Cultura y Enseñanza y, posteriormente, del Ministerio de Educación Nacional respecto a la Universidad quedaron claros desde el primer momento.
La circular de 7 de diciembre de 1936, firmada por José María Pemán, era clara respecto a la finalidad y objetivos que debían guiar la acción de las comisiones depuradoras: “El carácter de la depuración que hoy se persigue no es sólo punitivo, sino también preventivo […] no se volverá a tolerar, ni menos a proteger y subvencionar a los envenenadores del alma popular […] Los individuos que integran esas hordas revolucionarias, cuyos desmanes tanto espanto causan, son sencillamente los hijos espirituales de catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la llamada “Libre de Enseñanza”, forjaron generaciones incrédulas y anárquicas. Si se quiere hacer fructífera la sangre de nuestros mártires es preciso combatir resueltamente el sistema seguido desde hace más de un siglo de honrar y enaltecer a los inspiradores del mal”.
Con ello quedaba expedito el camino para la arbitrariedad de las comisiones de depuración, territorio abonado para el ajuste de cuentas, la venganza o la promoción de aquellos personajes sin escrúpulos, que vieron una oportunidad de oro en la denuncia y delación para medrar en sus carreras académicas y profesionales, apartando de su camino a aquellos que podían obstaculizar su ascenso por razón de sus méritos y mayor competencia científica.
Enrique Suñer, vicepresidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza, en un libelo titulado Los intelectuales y la Tragedia Española, publicado el 28 de febrero de 1937, expresó el objetivo perseguido por las autoridades educativas de la zona nacionalista, en manos de significados miembros de Acción Española y de laAsociación Católica Nacional de Propagandistas –ACNP–, extirpar de la universidad española a la JAE y el espíritu de la ILE, verdadera obsesión del pensamiento reaccionario y ultracatólico español: “vivero de un profesorado, salvo raras excepciones, bien adicto a la causa que lo había elegido para la consecución de los fines catequísticos, el primordial de todos: la descatolización de España”.
Hasta enero de 1938 la labor de depuración se realizó en las universidades situadas en zona sublevada, Zaragoza, Santiago, Oviedo, Salamanca, Valladolid, Sevilla, Granada, Cádiz y La Laguna, mediante la correspondiente publicación en el BOE de las Órdenes que separaban, sancionaban o rehabilitaban a los profesores de las universidades situadas en la zona franquista. Antes de finalizar la guerra civil, las autoridades franquistas separaron de sus cátedras a los más significados profesores universitarios que permanecían fieles al gobierno de la República. El 18 de enero de 1938 los catedráticos de la Universidad de Madrid Juan Negrín López, Fernando de los Ríos Urruti, José Giral Pereira, Luis Jiménez Asúa y Gustavo Pittaluga Fattorini fueron expulsados de la Universidad.
Unos días después, el 4 de febrero de 1938 el Ministerio de Educación Nacional resolvió “separar definitivamente del servicio y dar de baja en sus respectivos escalafones” a los catedráticos de la Universidad de Madrid Luis Recasens Siches, de la Facultad de Derecho, Honorato de Castro Bonel, Pedro Carrasco Garrorena, Enrique Moles Ormella, Miguel Crespi Jaume, Cándido Bolívar Pieltain de la Facultad de Ciencias; Antonio Madinaveitia Tabuyo de la Facultad de Farmacia; Manuel Márquez Rodríguez, José Sánchez-Covisa y Teófilo Hernando Ortega de la Facultad de Medicina. De ese mismo día era otra Orden por la que eran expulsados Luis Jiménez de Asúa, Fernando de los Ríos Urruti, Felipe Sánchez Román y José Castillejo Duarte, catedráticos de Derecho; José Giral Pereira, catedrático de Farmacia; Gustavo Pittaluga Fattorini y Juan Negrín López, catedráticos de Medicina; Blas Cabrera Felipe, catedrático de Ciencias; Julián Besteiro Fernández, José Gaos González Pola y Domingo Barnés Salinas, catedráticos de Filosofía y Letras todos ellos de la Universidad de Madrid; Pablo Azcárate Flórez, Demófilo de Buen Lozano, Mariano Gómez González y Wenceslao Roces Suárez, catedráticos excedentes de Derecho por ser “por su pertinaz política antinacionalista y antiespañola en los tiempos precedentes al Glorioso Movimiento Nacional. La evidencia de sus conductas perniciosas para el país hace totalmente inútiles las garantías procesales, que en otro caso constituyen la condición fundamental de todo enjuiciamiento”.
En 1938, José Pemartín, a la sazón Director General de Enseñanzas Superior y Media del Ministerio de Educación Nacional con Sáinz Rodríguez e Ibáñez Martín, escribió: “Es imperativo dentro de nuestros principios el recatolizar a las Universidades de España […] la “laicización” o “descatolización” (que es lo mismo) de las Universidades españolas ha sido una de las más completas y nefastas obras de la República –a la vez efecto y causa de la Revolución que nos destroza-”, Pemartín señalaba la finalidad de la política universitaria del bando franquista: “nosotros lo que pretendemos es dar un sello católico general a la Universidad española en su totalidad”, para lo cual era preciso que de “la Institución Libre de Enseñanza, anti-Católica, anti-española, no ha de quedar piedra sobre piedra. Se ha de transformar en Centro de Españolismo. La Alta Enseñanza madrileña habrá de ser, inexorablemente, de aquí en adelante, Patriótica, Católica y Leal. O no ser”.
El Decreto de 19 de mayo de 1938 traspasó al Instituto de España y a las universidades los servicios de la JAE a la que venía a sustituir. Tampoco escapó de las represalias el Institut d´Estudis Catalans, cuyo Institut de Fisiología fue suprimido en 1939. El Decreto de 17 de mayo de 1940 declaraba a la Institución Libre de Enseñanza incursa en artículo 1º del Decreto 108 de la Junta de Defensa Nacional, sus bienes pasaron a manos del Ministerio de Educación Nacional.
Con la entrada en vigor de la Ley de Responsabilidades Políticas, la Ley de 10 de febrero de 1939 que fijaba las normas para la depuración de funcionarios públicos, la Orden de 18 de marzo de 1939 sobre depuración de Funcionarios dependientes del Ministerio de Educación Nacional, y creación de la Comisión Superior Dictaminadora de los expedientes de depuración se estableció el marco de actuación de la depuración. Asimismo, se fijaba el régimen de sanciones y se especificaba que el profesorado debía presentar su solicitud para pasar por el correspondiente proceso de depuración.
La reorganización de la estructura científica se completó con la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas –CSIC-, bajo la presidencia del ministro de Educación Nacional, José Ibáñez Martín, cargo que mantuvo hasta 1967; la Secretaría fue ocupada hasta su muerte por José María Albareda, miembro del Opus Dei, figura clave del CSIC durante esos años, y dos vicepresidencias a cargo de Miguel Asín Palacios y Antonio de Gregorio Rocasolano.
La separación definitiva de la Universidad de catedráticos, auxiliares numerarios y profesores temporales -auxiliares, ayudantes y encargados de curso- destruyó buena parte del tejido científico que a lo largo del primer tercio del siglo XX había permitido el despegue de la ciencia en España y la renovación de la universidad española. Se desmantelaron escuelas científicas con la expulsión de numerosos catedráticos en plena madurez de su obra científica e intelectual. A ellos les siguieron sus discípulos y ayudantes, jóvenes prometedores, que auguraban la continuación y consolidación de las líneas científicas de sus maestros. Se actuó sin piedad y con saña, sin importar el coste para la estructura científica del país. Escuelas científicas como la de Histología, fundada por Ramón y Cajal, continuada por Jorge Francisco Tello, Fernando de Castro Rodríguez y Pío del Río Hortera; la de Fisiología, liderada por Juan Negrín; la Psiquiatría y Neurología, impulsadas por Gonzalo Rodríguez Lafora fueron arrasadas. En Ciencias Naturales, la ingente labor desarrollada por Ignacio Bolívar Urrutia desapareció, o quedó tan seriamente dañada que no logró recuperarse del daño ocasionado. Otro tanto sucedió con el Instituto Nacional de Física y Química, dirigido por Blas Cabrera y Enrique Moles. La Historia, la Filosofía, el Derecho y la Filología sufrieron daños similares.
A la separación definitiva de las cátedras y los puestos docentes de los profesores numerarios, se le unió la inhabilitación para el ejercicio de la docencia y el disfrute de becas para los profesores temporales, cuyas prometedoras carreras científicas estaban en sus comienzos y quedaron brusca y, en muchos casos, definitivamente interrumpidas. En la abrumadora mayoría de los casos tales sanciones, aparentemente menores, imposibilitaron reanudar posteriormente sus carreras científicas y docentes. Las sanciones de orden menor, como el traslado a universidades de menor rango, la relegación en el escalafón o la prohibición de desempeñar cargos directivos y de confianza minaron las carreras de aquellos que tuvieron la fortuna de mantener sus puestos docentes, a costa de quedar señalados de por vida. Muchos catedráticos tuvieron que asistir impotentes a la expulsión de sus discípulos y al desmantelamiento de sus escuelas científicas, engrosando las filas del largo exilio interior al que fueron condenados numerosos profesores de la Universidad española.
En el caso de los profesores temporales muchos ni siquiera fueron formalmente expulsados, no se les renovó el contrato o fueron disuadidos, por el celo inquisidor de los tribunales de depuración, de solicitar su readmisión. Su rastro se perdió en el silencio de la noche oscura de la dictadura, ninguno de ellos regresó a la Universidad. Casos como el de Juan Gil Collado, auxiliar temporal de Biología de la Facultad de Ciencias no fueron escasos, en los que el Jefe del Servicio Nacional de Enseñanza Media y Superior dictaminó que “Este Ministerio dispone que no ha lugar a la formación de expediente personal ni a la rehabilitación que se solicita a favor del recurrente”, en otros muchos ni siquiera hizo falta tal trámite, fueron excluidos de la Universidad sin mayores explicaciones.
De los 128 catedráticos en activo de la Universidad de Madrid en junio de 1936, el 44,35 por ciento fueron depurados, 55 sobre 124, pues cuatro habían fallecido. Por facultades, la más afectada fue la de Medicina, con el 60,71 por ciento, 17 sobre 28, le siguió la Facultad de Ciencias con el 50 por ciento, 16 catedráticos, Derecho con el 42,11 por ciento, Farmacia 40 por ciento, y Filosofía y Letras con el 28,57 por ciento. En el caso de los profesores auxiliares y ayudantes los cálculos resultan más complicados, pues al no ser funcionarios, no existe como en el caso de los catedráticos un escalafón a partir del cual conocer exactamente el número de profesores auxiliares y ayudantes, de los 492 expedientes personales localizados, entre los que se encuentran los profesores y médicos internos vinculados al hospital de San Carlos que dependía de la Facultad de Medicina, el 44,31 por ciento sufrieron algún tipo de sanción, la correspondencia con las cifras totales de catedráticos depurados hace pensar que la muestra es suficientemente representativa. Las cifras son elocuentes sobre las dimensiones de la depuración en la Universidad de Madrid, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayoría de ellos no regreso a la Universidad.
No le fue a la zaga la Universidad Autónoma de Barcelona, todos los profesores contratados por su Patronato fueron cesados y el resto tuvo que someterse al proceso depurador, 135 profesores fueron separados de la universidad más del 50 por ciento de la plantilla, como ha estudiado Jaume Claret. Veintisiete catedráticos fueron sancionados, 25 con la separación definitiva. En total de los 600 catedráticos que había en 1939 fueron objeto de sanción 193, el 32,17 por ciento, de los cuales 140 fueron expulsados de la universidad española, el 50 por ciento de los catedráticos represaliados.
El exilio científico
La instauración de la dictadura de Franco conllevó la partida hacia el exilio de una parte sustancial de la intelectualidad y de los científicos españoles. Tras la batalla del Ebro y la caída de Cataluña la derrota de la República era cuestión de tiempo, Juan Negrín, presidente del Gobierno, consciente de ello creó el Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles -SERE-, con sede en París bajo la presidencia de Pablo de Azcárate, cuya filial en México estuvo presidida por José Puche, que había sido rector de la Universidad de Valencia, con el nombre de Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles –CTARE-, al que se añadió la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles –JARE-, bajo la dirección de Indalecio Prieto, organizaciones que desempeñaron un importante papel en la ayuda a los refugiados españoles. En el caso de los científicos y profesores de universidad fue esencial la constitución el 21 de diciembre de 1939 de la Unión de Profesores Españoles en el Extranjero –UPUEE-, a iniciativa de Gustavo Pittaluga, Gabriel Franco, José María Semprún y Alfredo Mendizábal.
En la acogida de los científicos e intelectuales exiliados fue fundamental la labor desempeñada por la Casa de España, fundada por iniciativa del presidente mexicano Lázaro Cárdenas el 20 de agosto de 1938, posteriormente convertida en Colegio de México, bajo el impulso de Alfonso Reyes. Daniel Cosío Villegas, fundador del Fondo de Cultura Económica, le acompañó como secretario del Colegio de México hasta 1959, ambos desempeñaron un papel de primer orden en la llegada del exilio científico a México. Los primeros invitados de la Casa de España, cuando todavía la guerra civil no había finalizado, fueron Luis Recaséns Siches, León Felipe Camino y José Moreno Villa, que en 1938 se encontraban en México. José Gaos, rector de la Universidad de Madrid, José María Ots Capdequí, Enrique Díez-Canedo, Juan de la Encina, Gonzalo Rodríguez Lafora, Jesús Bal Gay, Isaac Costero, Agustín Millares Carlo y Adolfo Salazar les siguieron a continuación.
Tras el fin de la guerra civil la situación de los refugiados españoles se fue complicando en Francia, por lo que para muchos de los científicos e intelectuales refugiados comenzaba a ser apremiante la salida del país galo en dirección a América. Hacía México se dirigieron muchas de las miradas y peticiones de auxilio, allí encontraron el apoyo del Colegio de España para trasladarse con sus familias y reanudar sus carreras científicas. Fueron los casos, entre otros muchos, de Antonio Madinavetia Tabuyo, catedrático de Química Orgánica de la Universidad de Madrid, José Medina Echavarría, catedrático de Derecho de la Universidad de Murcia, o Manuel Márquez, catedrático de Oftalmología de la Universidad de Madrid y su esposa Trinidad Arroyo, ayudante de Oftalmología, gracias a las gestiones de Alfonso Reyes.
Rafael Altamira se dirigió el 5 de julio de 1939 a Alfonso Reyes desde Francia para tratar de la salida hacía México de su extensa familia: “En las circunstancias actuales y respecto de toda Europa, aquí no hay nada que esperar […] yo ceso, a mi vez, de ser juez del Tribunal de La Haya. Mi porvenir va a ser precario […] A mi no me asusta seguir trabajando intelectualmente, pero sé bien lo limitadísimo de ese ingreso. Ya será bastante que con él resuelva el problema mínimo de familia muy estricta. Ayudando a que mi yerno y su familia puedan vivir independientemente, ayudarán Vds. también, a que yo pueda seguir viviendo los años que me queden de vida”.
Los refugiados ya instalados en México utilizaron su influencia, prestigio y amistad ante las autoridades de la Casa de España para obtener los permisos, visados y pasajes de colegas y discípulos atrapados en una Francia crecientemente insegura, ante el cada vez más evidente riesgo de estallido de un nuevo conflicto europeo. México fue el principal beneficiario del exilio científico. La Universidad Nacional Autónoma de México –UNAM- y el Instituto Politécnico Nacional –IPN- se nutrió del saber y la práctica científica de los exiliados españoles. En menor medida, pero no menos importante, fueron las aportaciones de los científicos españoles en Argentina, Venezuela, Colombia, Panamá, Santo Domingo, República Dominicana, Puerto Rico y Estados Unidos.
En Argentina, la Institución Cultural Española en Buenos Aires –ICEBA- buscó acomodo a los científicos españoles exiliados. Las gestiones de Julio Rey Pastor, profesor de Matemáticas de la Universidad de Buenos Aires vinculado a la ICEBA y a la JAE, permitieron la acogida de los matemáticos Manuel Balanzat, Ernesto Corominas, Luis Ángel Santaló o Pedro Pi Callejas. También llegaron a Argentina en 1941 Pío del Río Hortega, procedente de Oxford, para hacerse cargo de un laboratorio de investigación en Histología; Claudio Sánchez Albornoz, que tras su paso por la Universidad de Cuyo, fue nombrado en 1942 catedrático de la Universidad de Buenos Aires y director del Instituto de Historia de la Cultura española, o el reconocido jurista Luis Jiménez de Asúa, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Madrid, fue director del Instituto de Altos Estudios Jurídicos y del Instituto de Criminología de la Universidad de La Plata. En Cuba la creación del Instituto Cubano de Altos Estudios sirvió para acoger a Gustavo Pittaluga, Mariano Ruiz Funes, María Zambrano o Joaquín Xirau.
En Estados Unidos, a pesar de las relaciones que la fundación Rockefeller y el Institute of International Education –IIE- habían mantenido con la JAE, fueron la fundación del Amo y el Instituto de las Españas de la Universidad de Columbia, Nueva York, dirigido por Federico de Onís, las instituciones que más destacaron en la ayuda de los profesores exiliados. El papel de Federico de Onís fue fundamental, por su posición en el sistema académico estadounidense. En fecha tan temprana como el 15 de abril de 1937, exponía a Américo Castro sus planes: “Hice gestiones con el Institute of International Education, la Carnegie Foundation, el Instituto Rockefeller, etc. para que se crease un comité que se encargase de proveer fondos y buscar la ayuda de las universidades para crear cátedras en ellas para los varios profesores emigrados”. Las gestiones de Onís como colaborador del Institute of International Education –IIE- le permitieron colocar a Américo Castro en la Universidad de Wisconsin, a Pedro Salinas en el Wellesley College y a Jorge Guillén en la Universidad de Montreal.
La preocupación por la situación de los intelectuales y científicos republicanos fue creciendo conforme llegaban noticias del otro lado del Atlántico. El 21 de febrero de 1939 Onís contestaba a Gabriela Mistral, mostrándole su preocupación por la suerte de Antonio Machado: “Todo lo de España, como usted dice, es trágico, y no sabe uno que hacer ante tanta desgracia […] hemos nombrado profesor en esta Universidad a Navarro Tomás, que llegará aquí el sábado. Un problema individual que todos debemos contribuir a resolver cuanto antes es el de Antonio Machado, que se encuentra ahora en Francia enfermo y sin dinero. Como no podría venir a América, lo que hay que hacer es asegurarle la vida en Francia, y para ello hemos empezado a reunir dinero”.
El 3 de marzo de 1939, recién llegado a Nueva York, Navarro Tomás escribió a Juan Ramón Jiménez, que se encontraba en la Universidad de Puerto Rico, con su esposa Zenobia de Camprubí, para informarle de los últimos días de Antonio Machado, y desmentir las noticias de su abandono por las autoridades republicanas. “Imagino cuanto debe haberle afectado la noticia de la muerte de Machado. Pasamos juntos la frontera de Prot-Bou [Port Bou] a Cerbére. Corpus Barga y yo pusimos todo nuestro esfuerzo en ayudar a Machado, para hacerle menos dolorosas aquellas horas terribles. No estuvo en campo de concentración. Le dejamos instalado con su madre y su hermano José en el pueblecito de Colliure (Pirineos Orientales). Tan pronto como yo llegué a París, la Embajada de España envió a Machado una cantidad suficiente para hacer frente a los gastos de algunas semanas. Estoy seguro de que no ha muerto de necesidad, ni de abandono, sino del dolor insoportable ante el espectáculo de la ruina y miseria de España. Hacía tiempo que su salud estaba muy quebrantada”.
Asimismo, le informaba de las gestiones para organizar la solidaridad con los intelectuales y científicos exiliados: “Antes de salir yo de París quedó organizado un Comité de ayuda a los intelectuales españoles, en el que figuran varios de nuestros amigos franceses, entre ellos Jules Romain, Benjamín Cremieux, Marcel Bataillon, Jean Serial y otros. Tenía que ocuparse de sacar a los intelectuales de los campos de concentración, arreglar su situación con la Policía francesa, proporcionarles medios de subsistencia y ayudarles a buscar colocación, donde ganarse la vida. El número de amigos y compañeros que se encuentran sin el menor recurso en el extranjero constituye una enorme empresa para las tareas de este Comité […] Dentro de pocos días, se constituirá en Nueva York, otro Comité con el mismo objeto, que trabajará en relación con el de París […] La iniciativa, expresada por Vd. en las cuartillas enviadas a Camprubí, es sumamente valiosa. Como Vd. se dirije a los españoles y a los hispano-americanos residentes en los Estados Unidos, nos parece que sería oportuno unir a su firma la de Gabriela Mistral, que nos ha autorizado para ello”.
El 1 de abril de 1939 Onís relataba los resultados de sus gestiones a Américo Castro, “te contesto con poco tiempo para decirte que Guillén tiene un puesto en Montreal. En cuanto a los puestos de Nuevo México, Texas y otros que están vacantes, convendría en lo posible unificar esfuerzos y recomendaciones […] aquí estamos haciendo un censo de emigrados para el Comité del Institute of International Education […] convendría que tú y Ortega [y Gasset] nos enviaseis noticia detallada de las vacantes que conozcáis. Igualmente seria importante que trataseis de crear nuevos puestos en los centros donde podáis ejercer influencia […] Ha llegado [Felipe] Sánchez Román con su familia; otros muchos van llegando cada día. Cada uno trae su problema. Ante tal cúmulo de desgracias, creo que no hay más camino que la solidaridad para el porvenir olvidando todas las diferencias”.
Con la ocupación de Francia por la Alemania nazi la situación de los exiliados españoles en Francia se tornó desesperada, por lo que se intensificaron los esfuerzos para tratar de sacar de aquella inmensa ratonera a los científicos e intelectuales que no habían logrado salir con destino a América.
Claudio Sánchez Albornoz se dirigió en términos angustiados a Federico de Onís el 12 de febrero de 1940 desde Caudéran, Francia: “He trabajado aquí un año en espera de que mis padres pudieran entrar en España, pues sus muchos años y sus achaques –viven hace tiempo de milagro- les impedían seguirme a América. Busco ahora un acomodo ultramarino […] Puede y quiere V. hacer algo por mi? […] Me aguardan largos años de destierro –como al que más- y tengo mucha gente a mi cargo […] pienso en Puerto Rico, Venezuela, Estados Unidos […] perdone el asalto epistolar. La vida es dura para los hombres liberales de España […] Malos vientos vienen de España la guerra ha afirmado a Franco. Y no nos queda como a nuestros abuelos del [1]823 la esperanza de que muera Fernando VII”.
Tras su llegada a Argentina, instalado en la Universidad de Cuyo, Mendoza, escribió a Federico de Onís el 31 de enero de 1941 dándole cuenta de su peripecia para salir de la Francia ocupada: “Por verdadero milagro me salvé de caer en manos de los alemanes en Burdeos y tras muchos meses malos, en que me vi forzado a separarme de mis hijos y a enviarles a España, los Rockefeller me han traído a esta universidad, aún en formación […] Y aquí estoy, soñando con poder traer a mis hijos un día y con la desesperación de no poder trabajar, por no tener materiales ni elementos y por haber de proveer a ganarme el pan de mil maneras”.
Los exiliados no escaparon completamente de la justicia franquista, pues sus bienes fueron incautados además de perder la nacionalidad española, como sucedió con Juan Negrín y otros muchos. José Giral Pereira, catedrático de Química Biológica de la Universidad de Madrid, encausado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas; tras haber sido expulsado de la universidad, fue condenado el 25 de noviembre de 1941 a una multa de “de 75 millones de pesetas que comprende la totalidad de sus bienes; extrañamiento durante quince años; proponer al Gobierno acuerde la pérdida de su nacionalidad española, para el caso de que esta no se acordase la inhabilitación absoluta por quince años”.
El exilio depositó sus esperanzas en el triunfo de los aliados frente a la Alemania nazi, y que su derrota arrastrara a la dictadura de Franco. Numerosos científicos e intelectuales, acogidos en distintas universidades de América, fiaron sus esperanzas estos primeros años en la provisionalidad del exilio.
Tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la no intervención de los aliados en España hizo que las esperanzas de un pronto retorno se esfumaran para buena parte del exilio español en América. Lorenzo de Luzuriaga así se lo manifestó desde Argentina a Luis Álvarez Santullano, el 8 de noviembre de 1948: “Respecto a España, que le voy a decir. Aquello no tiene fácil remedio […] Me parece que tenemos Franco para el resto de nuestra vida, ya que somos más viejos que él”.
El exilio representó la sangría de una parte sustancial del capital humano de la cultura española, incluido el componente científico, una descapitalización que tardó decenios en ser solventada. Además, la depuración emprendida por los vencedores de la guerra civil golpeó con extrema dureza al sistema educativo y científico español. Las depuraciones de maestros, profesores de bachillerato, profesores universitarios y científicos excluyeron de la práctica profesional a miles de personas capacitadas, condenadas a un duro y amargo exilio interior. Fue un golpe irreparable para las expectativas abiertas con la JAE de instaurar un sistema científico capaz de reintegrar a España al panorama de la ciencia internacional. Una auténtica sangría de la que la ciencia en España no se recuperó, cuyas consecuencias se proyectaron a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
¡Muera la intelectualidad traidora!
Peor suerte corrieron aquellos que no lograron salir de España. En Granada fueron fusilados en 1936 José Palanco Romero, catedrático de Historia de España de la Universidad de Granada exvicerrector y exdecano de la Facultad de Filosofía y Letras entre 1930 y 1934, exdiputado republicano y exalcalde de Granada, el 16 de agosto; Jesús Yoldi Bureau, catedrático de Química general de la Universidad de Granada y exalcalde de la ciudad, el 23 de agosto; Joaquín García Labella, catedrático de Derecho de la universidad de Granada, el 25 de agosto; Rafael García-Duarte Salcedo, catedrático de Pediatría de la Universidad de Granada, exdiputado socialista y exconcejal de la ciudad, el 11 de septiembre, y el rector Salvador Vila Hernández, catedrático de cultura árabe y discípulo de Miguel de Unamuno el 23 de octubre.
El 9 de febrero de 1937 fue condenado a muerte el rector de Oviedo, Leopoldo García-Alas, catedrático de Derecho civil, hijo del gran novelista Clarín autor de La Regenta, las intensas gestiones del Gobierno republicano para evitar la ejecución fueron inútiles, fue fusilado el 20 de febrero de 1937.
Otro tanto ocurrió con Juan Peset Aleixandre, catedrático de Medicina Legal y Toxicología y exrector de la Universidad de Valencia, denunciado por la delegación de Sanidad de Falange de Valencia, internado en el campo de concentración de Albatera, fue condenado a muerte en Consejo de Guerra sumarísimo por el delito de “adhesión a la rebelión” el 4 de marzo de 1940, fue fusilado el 24 de mayo de 1941. Eliseo Gómez Serrano, director de la Escuela Normal de Magisterio de Alicante y diputado republicano por Alicante, condenado a muerte por un Consejo de Guerra, fue fusilado el 5 de mayo de 1939.
Francisco Pérez Carballo, profesor auxiliar de Derecho Romano de la Universidad de Madrid y gobernador civil de La Coruña, fue detenido el 20 de julio y fusilado el 24 de julio de 1936, su esposa Juana Capdevielle San Martín,bibliotecaria de la Universidad de Madrid, detenida junto su marido, tras ser puesta en libertad fue de nuevo detenida y asesinada el 18 de agosto de 1936, su cuerpo fue arrojado cerca de Rábade, Lugo.
Manuel Calvelo López, ayudante de Genética de Patología General de la Universidad de Madrid, fue detenido y fusilado el 31 de diciembre de 1936 en Curtis, La Coruña. Luis Rufilanchas Salcedo, auxiliar de Derecho de la Universidad de Madrid y diputado socialista, fue fusilado en La Coruña el 11 julio de 1937. Carlos Villamil Artiach, médico interno de Terapéutica Quirúrgica de la Universidad de Madrid, fue fusilado en Oviedo el 16 de febrero de 1938. Mario Cruz Sancho Ruiz-Zorrilla, profesor ayudante de clínica y radiólogo de la cátedra de Obstetricia y Ginecología de la Universidad de Madrid, fue fusilado en Madrid el 12 de julio de 1939.
Julián Besteiro Fernández, catedrático de Lógica y decano de la Facultad durante la guerra civil, fue detenido en Madrid e internado en la prisión de Porlier, el 8 de julio de 1939 un Tribunal Militar le condenó a 30 años de reclusión mayor, desde la cárcel de Dueñas fue conducido hasta la prisión de Carmona –Sevilla-, donde falleció el 27 de septiembre de 1940.
Casto Prieto Carrasco, catedrático de Medicina de la Universidad de Salamanca, alcalde de la ciudad y diputado por Izquierda Republicana fue sacado de la cárcel junto a José Andrés Manso, diputado socialista y profesor de la Escuela Normal de Magisterio de Salamanca por falangistas el 29 de julio de 1936 fueron asesinados en una cuneta del monte de La Orbada. Julio Pérez Martín, auxiliar de la Facultad de Medicina de Salamanca, fue fusilado el 12 de diciembre de 1936. Julio Miguel Sánchez Salcedo, auxiliar de la Facultad de Ciencias de Salamanca fue fusilado el 21 de diciembre de 1936.
Arturo Pérez Martín, catedrático de Física General, exrector de la Universidad de Valladolid y decano de Ciencias fue asesinado por un grupo de falangistas el 29 de septiembre de 1936 y abandonado en una cuneta cercana al pueblo de Santovenia. Federico Landrove López, catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Valladolid y diputado socialista, condenado a muerte en Consejo de Guerra fue fusilado el 15 de agosto de 1936; Julio Getino Osacar, ayudante de Derecho Internacional fue asesinado el 10 de abril de 1937. José Garrote Tebar,auxiliar de Obstetricia de la Universidad de Valladolid y diputado socialista, condenado a muerte por un Consejo de Guerra fue fusilado el 29 de julio de 1936. Aurelia Gutiérrez Cueto Blanchard, profesora de Pedagogía y directora de la Escuela Normal de Magisterio de Valladolid fue asesinada extrajudicialmente el 25 de agosto de 1936. Federico Landrove Moíño, profesor de Aritmética y Geometría de la Escuela Normal de Valladolid diputado socialista y alcalde de Vallolid, padre de Federico Landrove fue condenado a 30 años y murió en la cárcel en junio de 1938.
Francisco Aranda Millán, catedrático de Biología de la Universidad de Zaragoza, fue asesinado por falangistas, durante su traslado desde la cárcel de Torrero, el 20 de julio de 1937. Luis Morillo Uña, catedrático y decano de la Facultad de Farmacia de la Universidad de Santiago, perseguido por los falangistas fue suicidado el 4 de enero de 1937. Rafael Calvo Cuadrado, profesor de Histología y Anatomía Patológica de la Universidad de Sevilla –Cádiz- fue fusilado el 16 de agosto de 1936 en Cádiz.
El amargo exilio interior
La persecución no terminó con el exilio y el asesinato, aquellos que se quedaron o retornaron a España tras la finalización de la guerra civil, expulsados de la universidad, iniciaron un doloroso exilio interior, en el que quedaron desbaratadas sus carreras científicas, se vieron condenados al ostracismo o a desempeñar una callada labor llena de sinsabores, algunos tardaron años en recuperar su puesto en la Universidad, en muchas ocasiones a las puertas de su jubilación, por lo que sus carreras científicas quedaron definitivamente truncadas.
Jorge Francisco Tello Muñoz, uno de los principales discípulos de Santiago Ramón y Cajal, al que sucedió en 1926 en la cátedra de Histología y Anatomía Patológica de la Universidad de Madrid y desde 1934 en la dirección del Instituto Cajal, y desde 1937 decano de la Facultad de Medicina, el Tribunal de Responsabilidades Políticas le cesó en sus funciones docentes el 13 de diciembre de 1939 y le impuso una multa de 5.000 ptas. Paralelamente el tribunal de depuración de la Universidad le abrió un expediente en el se incorporó el testimonio del juez depurador Enríquez de Salamanca “el Sr Tello ha sido propagador de su ateísmo en sus funciones de Catedrático, no sólo por lo dicho, que ya es bastante y por aquello de que el más eficaz predicador el fray ejemplo, sino por desgraciada experiencia personal durante los tres años que estuvo trabajando al lado del Sr tello en el laboratorio de la Cátedra de D Santiago Ramón y Cajal, durante los cursos 1907-1910”, tan peregrinas acusaciones fueron suficientes para mantener abierto el expediente hasta el 1 de febrero de 1945, cuando se declaró “concluso el expediente de depuración manteniendo la sanción con pérdida de los haberes y demás emolumentos no percibidos durante el tiempo que ha estado sujeto al expediente de depuración”, a pesar de ello sólo fue reintegrado a la docencia siete meses antes de su jubilación, cuando el 28 de octubre de 1949 el Ministerio de Educación Nacional resolvió “que quede sin efecto la sanción de cambios de servicios de cátedra por otros análogos que por Orden de 1 de febrero de 1945 le fue impuesta a don Jorge Francisco Tello Muñoz.. […] en el próximo curso académico 1949-50”. Tello se vio obligado a trabajar en los laboratorios Ibys, dirigidos por Antonio Ruiz Falcó en el que encontraron refugio algunos de los profesores expulsados de la Universidad, condenado a un amargo exilio interior, el Colegio de Médicos le inhabilitó el 21 de noviembre de 1940 para cargos de confianza y directivos.
Miguel Catalán Sañudo, catedrático de Estructura Atómico-Molecular y Espectrografía de la Universidad de Madrid, sometido a un dilatado proceso de depuración contó en su contra con varios informes desfavorables, a pesar de haber pasado toda la guerra civil en zona franquista, en Segovia donde se encontraba cuando estalló la sublevación. El decano de la Facultad de Ciencias Luis Bermejo Vida declaró que “El Sr Catalán ha conocido, tratado y recibido el apoyo de los dirigentes actuales que lo eran todo en la Institución Rockfeller, hoy separados del profesorado por su carácter marcadamente izquierdista. […] lo prueba también la coincidencia de criterio con el Catedrático izquierdista Sr Moles […] en el acceso a Cátedra Srs González Núñez (condenado a prisión) y Crespí (expulsado del escalafón)”, al que se unió el testimonio de Salvador Múgica, general de división de León: “Catalán (Ramón?) un mentecato, célula comunista, juguete de su mujer y de su suegra. Era Dr en Ciencias cuando se casó con Gimena, como regalo de bodas le dieron una Cátedra en el Instituto de Segovia de donde era natural […] Se amañó un tribunal especial para él y la Institución lo consagró como sabio y profesor de la Central”, el juez depurador Enríquez de Salamanca propuso el 16 de marzo de 1940 su “inhabilitación para cargos directivos y de confianza y el cambio de servicio por otros no docentes”, por ser una persona “peligrosa para la función docente, o sea, que hay posible y grave proselitismo, antirreligioso y antinacional”, finalmente el 22 de octubre de 1945 la Dirección General de Enseñanza Universitaria elevó la propuesta de readmisión “con la sanción de Inhabilitación para el ejercicio de cargos directivos y de confianza y pérdida de haberes y demás emolumentos no percibidos”, fue expulsado del Instituto Nacional de Física y Química, se trasladó temporalmente a la Universidad de Princeton, al Instituto de Investigación de Física Teórica, en los Estados Unidos, donde se encontraba Einstein.
Juan Gil Collado, auxiliar temporal de Biología de la Universidad de Madrid y conservador de Entomología del Museo de Ciencias Naturales, el Ministerio de Educación Nacional dispuso el 14 de mayo de 1938 “que no ha lugar a la formación de expediente personal ni a la rehabilitación que se solicita a favor del recurrente”, fue condenado a “inhabilitación perpetua para el ejercicio de cualquier cargo del Estado, Corporaciones Públicas y Oficiales, Entidades Subvencionadas, Empresas Concesionarias, Gerencias y Consejos de Administración de empresas privadas, así como cargos de confianza, mando y dirección de los mismos, separándole definitivamente de los aludidos cargos” por el Tribunal para la Represión de la Masoneria y el Comunismo.
Algunos de quienes no habían logrado salir de la Francia ocupada se vieron obligados a retornar a España. Enrique Moles, catedrático de Química Inorgánica de la Universidad de Madrid, atrapado en Francia, inició los trámites para regresar a España, el 4 de febrero de 1939 había sido separado de la Universidad por una Orden ministerial. Las intensas gestiones a su favor realizadas por numerosos químicos europeos hicieron que el embajador de España en París, José Félix de Lequerica, enviara el 14 de enero de 1940 una nota al ministro de Exteriores, en la que informaba de la visita de una comisión del Instituto Pasteur, la Academia de Medicina y del director del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, con una petición con más de 100 firmas. Peticiones similares de las universidades de Suiza y Bélgica fueron igualmente rechazadas.
El 7 de octubre de 1940 la agregación de Prensa Nacional en París comunicó al director general de Prensa que “El profesor D. E. Moles ha sido invitado, con carácter oficial por los profesores alemanes para que desarrolle en la Universidad de Munich un curso acerca de los modos físico-químicos para la revisión de los pesos moleculares y atómicos”, trasladada al subsecretario de Educación Nacional, Pemartín contestó el 10 de noviembre que “este Ministerio tiene que manifestar que vería con desagrado la actuación del Sr Moles en Centros oficiales de una Nación con cuya amistad tanto nos honramos”.
Moles ante su difícil situación en el París ocupado decidió regresar a España en 1942, donde fue sometido a Consejo de Guerra. El Consejo Supremo de Justicia Militar le condenó a reclusión perpetúa, por el delito de adhesión a la rebelión el 10 de marzo de 1943, pena que fue conmutada por la de doce años y un día de reclusión, fue puesto en libertad al cumplir los sesenta años en 1943, desposeído de todos sus cargos y propiedades sobrevivió los últimos años de su vida trabajando en los laboratorios Ibys.
Tras su llegada a Cuba, Manuel López Figueras, profesor ayudante en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid, informó a José Cuatrecasas, catedrático de dicha Facultad, de la situación en España: “en nuestra Facultad: apareció un anuncio que fijado en la Puerta de la misma decía “Se admiten denuncias contra José Giral, Antonio Madinaveitia, J. Cuatrecasas y Alberto Chalmeta como Profesores, Manuel López y Natividad Gómez como Auxiliares, Alfredo Carabot y Emilio Sanz como ayudantes […] La “mano negra” de la Facultad es su paisano R. Folch [Rafael Folch i Andreu] y la bandera J. Casares, por eso yo temblé cuando me dijo Cirilo (la única persona decente a pesar de ser falangista) que Ud había escrito a Folch y que pensaba volver, inmediatamente yo escribí a su hermano Martín para que le enviase un telegrama a Ud y le dijese que no regresara a España que le costaría la vida ya que toda la jauría de Falange encabezada por Rivas Goday y con el Vº Bº de Folch y César González, Arturo Caballero, etc. esperaba su regreso […] Chalmeta ha estado 4 años en un penal y ha salido provisionalmente, trabaja en Logroño en Laboratorio Profidens […] De Font Quer no sé en concreto nada, sé que estuvo en un presidio pero no sé si salió o no. Hay ahora cada Catedrático que parece aquello el mundo al revés, desde luego los Prof. Ayudantes de Técnica y Física y Auxiliares son todos catedráticos pero de Vegetal, de Microbiología, etc, allí abunda el procedimiento del dedo para todo […] Rivas es Catedrático por oposición de Madrid y Losa el farmacéutico de Miranda (y verdadero vencedor de la oposición) a Barcelona”.
La respuesta de Cuatrecasas fue una mezcla de resignación y frustración ante lo que ocurría en Madrid: “Me apena muchísimo la situación del amigo Chalmeta; me figuro el estado de furor en que se debe encontrar. Font Quer estuvo cerca de dos años en la cárcel; por fin salió y se dedica a trabajar por la casa Labor, para la cual ha hecho diversas traducciones, incluso ya estando en la cárcel”.
La destrucción del Laboratorio de Fisiología General de Juan Negrín
La cátedra de Fisiología de la Universidad Central de Madrid y el Laboratorio de Fisiología General de la JAE fueron prácticamente desmantelados por la acción del Tribunal Depurador. Negrín fue uno de los primeros catedráticos separados y dado de baja en el escalafón cuando todavía no había terminado la guerra civil y la Universidad de Madrid se encontraba en zona republicana, por la Orden de 18 de enero de 1938. Tras el fin de la guerra se exilió en Gran Bretaña, falleció en París en 1956. Con él fueron separados definitivamente de la Universidad y partieron al exilio Ramón Pérez-Cirera Jiménez-Herrera, profesor auxiliar de Fisiología en la cátedra de Negrín, en 1936 obtuvo la cátedra de Farmacología de Valladolid, pero no llegó a tomar posesión por el estallido de la guerra civil, el 18 de octubre de 1936 llegó a México, donde fue profesor de Farmacología en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México –UNAM-.
Blas Cabrera Sánchez, hijo del físico Blas Cabrera Felipe, profesor encargado de Fisiología de la Educación Física y Jefe de Sección de la cátedra de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid, fue secretario particular de Negrín durante la guerra civil, llegó a México al iniciarse la II Guerra Mundial tras pasar por París, trabajo en los laboratorios INFA y fundó los laboratorios Labys. Paulino Suárez Suárez, ayudante en la cátedra de Negrín hasta 1934, cuando se hizo cargo del Laboratorio de Microbiología y Bacteriología y Serología de la Residencia de Estudiantes, fue subdirector de la misma, se exilió en Cuba y trabajó en el Instituto Bioquímica de La Habana, poco antes de su muerte regreso a su ciudad natal Chantada, Lugo.
Severo Ochoa Albornoz dirigió la sección de Fisiología del Instituto de Investigaciones Médicas con Carlos Jiménez Díaz, fue profesor adjunto de Fisiología con Negrín, tras la sublevación en 1936 regresó a Berlín para continuar sus investigaciones y ampliar su formación, posteriormente se trasladó a la Universidad de Oxford, Gran Bretaña. Al comenzar la II Guerra Mundial se embarcó para México, donde fue admitido con visado de asilado político en Veracruz el 2 de septiembre de 1940, desde allí se dirigió a Estados Unidos, donde realizó toda su carrera científica, adoptando la nacionalidad estadounidense. Fue profesor de Farmacología y luego de Bioquímica en la Universidad de Nueva York, donde recibió el Premio Nobel en 1959, sólo tras su jubilación y el restablecimiento de la democracia se traslado a España para residir sus últimos años de vida, fue un exilio más científico que político, pronto comprendió que en el ambiente de la España franquista su vocación científica estaba condenada por sus vinculaciones académicas con Negrín, lo sucedido con su cuñado Grande Covián no hizo sino confirmarle en su decisión de que su carrera y futuro investigador estaba lejos de la Universidad española.
Rafael Méndez Martínez, ayudante de Teófilo Hernando, fue catedrático desde 1934 de Farmacología en las universidades de Cádiz y Sevilla, para pasar a ser profesor auxiliar de la de Madrid y jefe de sección de Farmacología del Instituto de Farmacología y Control de Medicamentos, se exilió en Francia y al iniciarse la II Guerra Mundial se dirigió a Estados Unidos, donde fue profesor de la universidad de Harvard, en 1946 se trasladó a México como jefe del Departamento de Farmacología del Instituto de Cardiología de México, fue profesor de la UNAM.
José Puche Álvarez, obtuvo la cátedra de Fisilogía de la Universidad de Salamanca en 1929, y unos meses después en 1930 se trasladó a la Universidad de Valencia, en 1932 fue nombrado, junto con Severo Ochoa y Blas Cabrera Sánchez, jefe de Sección del Departamento Fisiológico de la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid, fue nombrado rector de la Universidad de Valencia durante la guerra civil (1936-1938), fue separado definitivamente del servicio el 29 de julio de 1939. Dirigió el Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles (CTARE) en México, donde presidio en 1941 el Ateneo español, desde 1943 fue professor de Fisiología en el IPN y desde 1946 de la UNAM. José García Valdecasas Santamaría, obtuvo la cátedra de Fisiología de la Universidad de Salamanca en 1935, que permutó por la de Granada, que ostentaba José García-Blanco Oyarzabal, se exilió en México donde tuvo un destacado papel en la industria farmacéutica.
Germán García García, doctor en Medicina en 1933 y licenciado en Ciencias, en la especialidad de Física, fue alumno interno de Fisiología en el laboratorio de Negrín en 1928, tras sus estancias en el extranjero becado por la JAE a su regreso a Madrid fue contratado como radiólogo del Instituto del Cáncer dirigido por Pío del Río Hortega, al inicio de la guerra trabajaba en el Instituto del Radium de París, donde fue comisionado para la adquisición de material sanitario para la República, se exilió en México el 10 de enero 1940, donde creó la cátedra de Oncología en el Instituto Politécnico Nacional –IPN-. Manuel Castañeda Agulló, alumno del Laboratorio de Fisiología, en 1931 se incorporó al Jardín Botánico de Madrid dirigido por Antonio García Varela, se exilió en México donde creó el Laboratorio de Fisiología General y Bioquímica Vegetal del IPN. Diego Díaz Sánchez, en 1931 fue alumno del Laboratorio de Fisiología, doctor en Medicina en 1935, al finalizar la Guerra civil se exilió en Toulouse, Francia, donde ejerció la medicina privada y colaboró con el laboratorio de Fisiología de la Univerdad de Toulouse, dirigido por Louis Camille Soulá. Elías Delgado Calvo, técnico del Laboratorio de Fisiología, se exilió en México donde llegó el 30 de mayo de 1940.
Permanecieron en España tras el fin de la guerra civil varios de los colaboradores de Negrín en la Universidad de Madrid, sus carreras universitarias sufrieron las consecuencias engrosando la lista del exilio interior. Pedro de la Barreda Espinosa, discípulo de Negrín trabajó en el Laboratorio de Bioquímica de la Residencia de Estudiantes, fue pensionado dos años por la JAE en Alemania, tras la guerra estuvo preso largo tiempo en Soria, trabajó en la clínica Jiménez Díaz de Madrid, no pudo regresar a la Universidad pese a sus reiterados intentos.
Francisco Grande Covián, auxiliar de Fisiología con Negrín y secretario de la Facultad de Medicina durante la guerra civil, fue sancionado con la “inhabilitación para cargos directivos y de confianza, la incapacitación durante cuatro años para opositar a cátedra, para obtener becas, pensiones de estudio y para desempeñar cargos anejos a la enseñanza” el 21 de mayo de 1940, tras la guerra encontró trabajo en los laboratorios Ibys, dirigidos por Antonio Ruiz Falcó en el que encontraron refugio algunos de los profesores expulsados de la Universidad, en 1950 obtuvo la cátedra de Fisiología de la universidad de Zaragoza, a pesar de la firme oposición del presidente del tribunal, José María de Corral, merced al apoyo de José Sopeña Boncompte, catedrático de Sevilla y miembro del Laboratorio de Fisiología de la JAE antes de la Guerra, como el propio Corral y Grande Covián, al poco tiempo se fue a la universidad de Minnesota, Estados Unidos.
José Manuel Rodríguez Delgado, tras la Guerra Civil tuvo que revalidar su título de Medicina y repetir el doctorado, nombrado profesor de la cátedra de Fisiología de la Universidad de Madrid, tras varios intentos fallidos por obtener la cátedra, a pesar del apoyo de Corral, marchó a Estados Unidos con una beca a la Universidad de Yale, en 1950 fue nombrado professor de Fisiología de dicha Universidad y en 1966 catedrático. No regresó a España hasta 1972, donde fue nombrado catedrático de Fisiología de la Universidad Autónoma de Madrid y director de investigación del Hospital Ramón y Cajal de Madrid.
José Miguel Sacristán Gutiérrez, contribuyó con Rodríguez Lafora al desarrollo de la Psiquiatría y la Psicología en España, fue uno de los fundadores de los Archivos de Neurobiología, se doctoró en 1934 para concursar a una plaza de Psiquiatría, a finales de 1938 pasó a Francia para regresar el 24 de mayo de 1939, tras pasar por prisión y ser desprovisto de todos sus cargos oficiales el 8 de marzo de 1944 el Tribunal de Responsabilidades Políticas sobreseyó su caso.
Luis Calandre Ibáñez, director del laboratorio de Anatomía Microscópica de la Residencia de Estudiantes, delegado de la JAE en Madrid en 1938, cardiólogo de prestigio introdujo en España los últimos adelantos en Cardiología, jefe del Departamento de Cardiología de la Cruz Roja de Madrid y Vicepresidente de la misma. Tras el fin de la guerra civil fue encausado por dos tribunales militares, por el Tribunal de Responsabilidades Políticas y por el Colegio de Médicos de Madrid, condenado a 6 años de cárcel, obtuvo pronto la libertad condicional, el Tribunal de Responsabilidades Políticas le condenó a 5 años de inhabilitación profesional y le incapacitó para ostentar cargos directivos y de confianza, además de imponerle una multa, el Colegio de Médicos le sancionó el 19 de diciembre de 1940 con la privación del ejercicio profesional durante cinco años en las ciudades mayores de 50.000 habitantes, durante esos años ejerció clandestinamente su profesión, fue un claro representante del exilio interior.
Permanecieron en la Universidad tras el fin de la Guerra civil José María de Corral, catedrático de Fisiología de la Universidad de Santiago desde 1923, donde solicitó la excedencia para permanecer en Madrid, ocupó la cátedra de Negrín y director del Instituto de Fisiología del CSIC, se convirtió en el factotum de la Fisiología en el primer franquismo -con su presencia en los tribunales de cátedra de los años cuarenta, algunos de los cuales presidió-. José Sopeña Boncompte, obtuvo la cátedra de Fisiología de la Universidad de Santiago en 1926, se trasladó al año siguiente a Granada y en 1934 a la Universidad de Sevilla, donde permaneció tras la Guerra civil. José García-Blanco Oyarzabal, catedrático de Fisiología de la Universidad de Granada en 1926, se trasladó a la de Santiago en 1927 por permuta con Sopeña, y de Sevilla en 1934 que intercambió por la de Granada con Sopeña en 1934, en 1941 ocupó la cátedra de Fisiología General de la Universidad de Valencia, que había desempeñado José Puche. Francisco García-Valdecasas Sacristán, catedrático de Farmacología de la Universidad de Barcelona desde 1940, de la que llegó a ser rector entre 1965 y 1968. José Ruiz Gijón, alumno de la cátedra de Fisiología de la Universidad de Madrid en 1928, al finalizar la Guerra civil fue nombrado profesor auxiliar de Fisiología en la Universidad de Madrid en 1940, en los años cuarenta se presentó sin éxito a varias cátedras de Fisiología. Manuel Peraita Peraita, alumno del Laboratorio de Fisiología en 1928, se incorporó al Hospital Psiquiátrico de Ciempozuelos, Madrid, en 1931, tras la guerra civil fue nombrado Jefe de Servicio de Psiquiatría del Hospital General de Madrid en 1940 y en 1944 director medico del Hospital Psiquiátrico de Leganés, Madrid.
El carácter experimental de la Fisiología impulsado por los laboratorios de Fisiología de la JAE y del Institut d´Estudis Catalans, bajo la dirección de Negrín y Pi i Sunyer respectivamente, fue sustituido en la posguerra por una concepción neovitalista trasnochada, acorde con los postulados del nacionalcatolicismo marcadamente alérgicos a la ciencia moderna, como señaló Francisco Grande Covián en su memoria a las oposiciones a cátedra de 1950: “Abandonar el actual conocimiento fisiológico para entregarse a la pura especulación, equivale a cambiar la Fisiología por la Filosofía, y sospecho que quien haga esto, no pasará de ser un mal filósofo sin dejar, por ello de ser mal fisiólogo”.
Un amargo final
Las palabras del ministro de Educación Nacional, José Ibáñez Martín, pronunciadas en 1940 con motivo de la inauguración del curso universitario en Valladolid fueron la expresión más acabada del espíritu y la práctica de la política científica y universitaria del franquismo en los primeros lustros de su existencia: «Habíamos de desmontar todo el tinglado de una falsa cultura que deformó el espíritu nacional con la división y la discordia y desraizarlo de la vida espiritual del país, cortando sus tentáculos y anulando sus posibilidades de retoño. Sepultada la Institución Libre de Enseñanza y aniquilado su supremo reducto, la Junta para ampliación de Estudios, el Nuevo Estado acometió, bajo el impulso del Caudillo, la gran empresa de dotar a España de un sólido instrumento que […] fuera la base de una reestructuración tradicional de los valores universales de la cultura y, al propio tiempo, el medio más apto para crear una ciencia española al servicio de los intereses espirituales y materiales de la Nación […] era vital para nuestra cultura amputar con energía los miembros corrompidos, segar con golpes certeros e implacables de guadaña la maleza, limpiar y purificar los elementos nocivos. Si alguna depuración exigía minuciosidad y entereza para no doblegarse con generosos miramientos a consideraciones falsamente humanas era la del profesorado».
Laín Entralgo, falangista y alto cargo del sistema universitario de la dictadura franquista durante su primera etapa, miembro del Consejo de Educación Nacional desde 1939 y rector de la Universidad de Madrid entre 1951 y 1956, escribió años después en su Descargo de conciencia: «después del atroz desmoche que el exilio y la «depuración» habían creado en nuestros cuadros universitarios, científicos y literarios […] continuó implacable tal «depuración» y deliberada y sistemáticamente se prescindió de los mejores, si éstos parecían ser mínimamente sospechosos de liberalismo o republicanismo, o si por debajo de su nivel había candidatos a un tiempo derechistas y ambiciosos. Los ejemplos menudean y sangran […] Al frente del Instituto Cajal, nuestro más prestigioso centro científico, no se puso a Tello o a Fernando de Castro, ambos discípulos directos de don Santiago y disponibles ambos en Madrid, sino -entre otros- al enólogo Marcilla […] El gobierno y la orientación de los estudios físicos no fueron encomendados a Julio Palacios, católico y monárquico, dicho sea de inciso, y a Miguel Catalán, espectroscopista de renombre internacional, sino a José María Otero Navascués, óptico muy estimable, desde luego, más no comparable entonces con los dos maestros mencionados […] En Química física, Moles y los suyos fueron totalmente eliminados a favor de Foz Gazulla, inteligente químico, y buen amigo mío, pero fanático y neurótico […] En Barcelona, el enorme vacío creado por la ausencia de Augusto Pi y Suñer fue habitado por la incipiente y escasa fisiología de Jiménez Vargas, miembro del Opus Dei. ¿Para qué seguir? […] la decisión de partir desde cero o desde la más pura derecha se impuso implacablemente».
Las consecuencias y los costes los pagaron, en primer lugar, los profesores y el personal de la Universidad que sufrió el proceso depurador, pero también la sociedad al quedar abruptamente interrumpida la edad de plata cuyas realizaciones habían colocado a nuestro país en la senda que conducía a la Europa moderna y desarrollada. Las palabras que en 1965 escribió Ignacio Chávez, sobre el exilio científico en México, están cargadas de una dolorosa verdad: “Todo ese esfuerzo que hizo España y al que debió, en el primer tercio del siglo, su rápida transformación en las ciencias y las humanidades, nosotros lo recogimos. Fuimos nosotros los beneficiarios. Quizá, de momento, España no supo todo lo que insensatamente perdía lanzando al destierro a lo mejor de sus intelectuales […] España no podía sufrir una peor hemorragia. Nosotros, en cambio, si nos dimos cuenta de lo que con ellos ganábamos”. El coste fue abrumador, se perdió un valioso capital humano del que España no estaba sobrada.
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(*) Luis Enrique Otero Carvajal es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid. El de febero de 2018 pronunció esta conferencia en la Fundacion Juan Negrín, en Las Palmas de Gran Canaria. En la foto, asistentes a la conferencia.